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Dolor, ciudadanía

10 de Febrero del 2017 - Julio González Polo (Oviedo)

Había ido a Barcelona a compartir durante unas horas mesa, afecto y camaradería con unos buenos amigos de la capital catalana. Cada cierto tiempo nos reunimos a modo de tertulia para hablar sobre temas de actualidad (política mayormente) desde las diversas perspectivas, ideológicas o geográficas, que cada uno aporta. La velada transcurría oscilante entre la reflexión y el humor, respirando con transparencia el oxígeno libre de la ciudadanía, del pensamiento y de la palabra. Ejerciendo democracia, vaya.

A primera hora de la mañana siguiente salí del hotel para regresar a Asturias. La ciudad estaba ausente, serena y silenciosa, tan sólo agitada por el ritual incesante del viento contra las palmeras que, desesperadas, se batían furiosas de un lado a otro. Entre tanto silencio todavía discurrían por mi memoria las risas, los brindis por la convivencia y la pluralidad, y los cálidos abrazos de despedida.

Doblé la esquina. Había un taxi en la parada. Sólo un taxi. Como un coche fúnebre esperándome. Subí y me senté junto al conductor.

-¿Me lleva al aeropuerto? -Vamos pallá.

El taxista parecía afable, así que para hacer más llevadero el trayecto iniciamos conversación: el temporal, las diferencias en el llover en el Mediterráneo y en Asturias, las dificultades para el tráfico. Una cosa con la otra llegó a decirme que había sido conductor de ambulancias, y cuando profundizábamos en el mundo de los traslados de urgencias sanitarias de repente calló, y unos segundos después dijo:

-Lo dejé. -¿Y eso? -Yo fui uno de los que llevaron a los cuerpos y víctimas en el atentado de Hipercor.

Enmudecí. Soló alcancé a decir: Dios.

Entonces él continuó hablando, relatándome escrupulosamente, como si con cada palabra expulsara a un demonio de los que todavía albergaba en su interior, todos los detalles del traslado. Voy a obviar la descripción que me hizo de la escena dentro de la ambulancia, pero puedo asegurar que era, simplemente, espeluznante. Me asomé al precipicio, al vértigo insondable del infinito dolor físico y emocional causado a tantas personas. Yo miraba por la ventana, me acomodaba en el asiento, trataba de disimular mis ojos que se iban humedeciendo. La noche anterior habíamos estado hablando animadamente de tolerancia, ciudadanía y allí estaba yo, sentado al lado de una persona que había llevado en su ambulancia a las víctimas de quienes habían triturado la vida, la libertad y la convivencia.

Me contó que estuvo bajo tratamiento psicológico los cinco años siguientes, y que durante mucho tiempo se despertaba por la noche con la pesadilla de aquellos traslados al hospital. No había olvidado, ni perdonado; todo lo contrario. Omito aquí su deseo íntimo, primario pero firme como hierro fraguado por el tiempo, y que me expresó con vehemencia en la complicidad de la soledad de aquel taxi.

Llegamos a la Terminal 1 de El Prat. Me bajé del vehículo. Tenía el cuerpo encogido. Me dio la maleta, nos miramos a los ojos y nos estrechamos las manos con fuerza. Me despedí: cumplió como un ciudadano. Es un honor haberle conocido. Me gustaría haberle dicho más, pero me conformo con que ese día el mundo le pesara un poco menos.

Cinco días después Otegi, sin haber pedido perdón ni ofrecido reparación a las víctimas, entregado ahora a su inmoral designio de construcción del relato, daría una conferencia en el Ateneo barcelonés a modo de consultor en procesos de liberación nacional, y ello ante la mirada extasiada del miembro de las CUP David Fernández. Ocho meses antes, Carme Forcadell, presidenta del Parlament, la institución representativa del poble catalá (la de todo el pueblo, no sólo una parte) lo recibía en sede parlamentaria como hombre de paz.

No dejan de recordar 1714 y se olvidan de 1987, cuando todavía puedes encontrar testimonios del horror en un taxi de Barcelona.

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