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Corazón de diamantes

9 de Febrero del 2017 - Mario Fuertes Muñiz (La Felguera)

Joven estudiante para clases de alemán rezaba su anuncio en clave. Porque lo cierto era que bailaba de cuatro a seis por ocho euros la hora. Y a veces sacaba algo más, dependiendo de lo reticente que se mostrase esa noche a bajarse las bragas. Los inviernos eran especialmente duros, su cuerpo agradecía el calor de la compañía, pero sentía que su identidad se quebraba cuando la abrazaba un extraño.

El local solía estar abarrotado los sábados por la noche, los perros de siempre y algún jovencito espontáneo acudían a su llamada más raudos que el vodka corriendo por su cuerpo. Ella bailaba y bailaban sus ojos, y en su cabeza se dedicaba a hacer cálculos matemáticos. Tal vez, con las propinas de este mes podría permitirse una jaula nueva para sus pájaros. Todo sería más rápido si centrase su atención en los más viejos, que les daba igual blanco que negro -literalmente- y siempre dejaban las mejores propinas. Pero a ella le gustaba jugar limpio, tal vez porque vivía de mierda hasta arriba.

No era tan guapa como lo eran las otras, menos exótica y exuberante. Pero agradecía lo que tenía y tiraba con ello. Tenía una regla de oro, desaparecer antes de que terminase la canción. Nadie entendía muy bien porqué, ni siquiera ella, y llegado el momento hasta su jefe lo encontraba normal. Supusieron que era drogadicta y que el mono podía con ella cada noche.

Una de esas noches un cliente especialmente borracho se interesó en acompañarla a su habitación. Pero a los cinco minutos de desnudarse cayó inconsciente sobre la cama. Ella no sabía qué hacer, ¿debería cobrar el servicio habitual o algo menos? Sacó de los pantalones del hombre la cartera y se encontró una foto de familia, un bonobús y más de ochocientos euros en metálico, una pensión completa supuso ella. El muy zorro había ido del banco directo al club. Hoy era su noche de suerte.

El argentino golpeó la puerta a puñetazos y la acabó tirando abajo solo para encontrarse a un hombre confuso y preocupado de que en su cartera no faltase nada. Y es que no faltaba nada. Nada, a excepción de ella y un bonobús. La ventana estaba abierta de par en par y un pájaro azul picoteaba algo sobre el alféizar. Los improperios del argentino se escucharon hasta en la estación, en donde una chica esperaba al primer autobús de la mañana.

No tenía nada. No sabía qué le depararía el futuro, ni cuántos días podría permitirse un hostal y algo que comer. Pero no parecía preocupada, miraba por la ventana de cristal y los primeros rayos de sol la iluminaban y la luz se descomponía en millones de fragmentos que cubrían el interior del autobús. Algunas personas miraban extrañados el espectáculo de reflejos que parecían surgir de esa mujer. La luz que reflejaba no era de colores vibrantes -a los que estaba tan acostumbrada- sino de un blanco puro. Ella se cubría el pecho con una sonrisa educada pero los fragmentos seguían escapándose sin querer de entre sus dedos.

No tenía nada, pero tenía un corazón de diamantes.

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