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La euforia de estas fiestas

26 de Diciembre del 2009 - José Antonio Flórez Lozano

«El deseo humano por excelencia es el de ser reconocido por el otro y ser deseado al ser reconocido». J. Lacan.

Cada año, con el frío decembrino, se repite el mismo ritual: las Navidades y el fin de año con todos los cambios de personalidad que implican, y que se caracterizan por el derroche, el consumismo extremo, el abuso en la ingesta de alimentos y los excesos del alcohol. Paradójicamente, las tan deseadas vacaciones de Navidad parecen convertirse en una vorágine de estrés (fiestas, compras, felicitaciones, regalos, corridas, consumo, gastos superfluos, etcétera) que hace que el individuo aún se encuentre más descompensado, más estresado y desee finalmente que cuanto antes terminen estas fiestas, mucho mejor. El bombardeo de información con motivo de estas fiestas navideñas puede ser la causa de algunos trastornos de la personalidad, especialmente, en sujetos con un pobre control mental, que se ven literalmente absorbidos o succionados por una publicidad sin límites que combina majestuosamente los estímulos (artículos de regalo) con el mundo de las fantasías, imaginaciones y, naturalmente, con el inconsciente del individuo.

En este contexto nos sentimos como marionetas en medio de la fiebre del bombardeo publicitario, tanto más cuanto que los procesos de vacío afectivo, incomunicación, cosificación, tedio y alienación describen poderosamente la condición humana en este escenario sociocultural. Si además hace frío, llueve y el cielo está gris, ¿qué podemos hacer? Todo este mundo fantástico de la Navidad y fin de año, que coincide precisamente con el síndrome de «desorden anímico estacional», suele desatar esa ansia por la adquisición de codiciados objetos y, en consecuencia, es capaz de producir esa alegría momentánea, efímera, que de alguna forma viene a compensar las frustraciones de la vida, así como la propia soledad existencial. A pesar de la crisis económica, todo parece resolverse en este mundo placentero que nos ofrece la sobreinformación asfixiante de la Navidad. La sociedad cada vez más hedonista nos programa en estas fechas para un comportamiento caracterizado por un consumo exacerbado, saturado al mismo tiempo de una eclosión emocional: ¡Feliz Navidad!, ¡Feliz Año Nuevo!

Subtítulo: En estas fechas nos transformamos en clientes unidimensionales de una sociedad de consumo, absolutamente atrapados por la técnica publicitaria y de la información

Destacado: El impacto de este ambiente «estimular» navideño y de fin de año actúa implacablemente sobre los individuos, despersonalizados en los templos y santuarios del consumo, donde fácilmente son hipnotizados

Unas expresiones repetidas hasta la saciedad, casi siempre acompañadas de algún objeto de consumo, como si el individuo soportara en su psiquismo un enorme sentimiento de culpabilidad o un déficit afectivo, derivado del estilo de vida actual. Así pues, en estas fechas nos transformamos en clientes unidimensionales de una sociedad de consumo, absolutamente atrapados por la técnica publicitaria y de la información. Ante esa publicidad gigantesca el individuo desaparece, se cosifica, se convierte simplemente en un elemento de consumo; se llega a producir una auténtica despersonalización, un comportamiento que hace estragos especialmente entre los niños. Objetos y regalos sin límites que se asocian inconscientemente con esa necesidad imperiosa de alcanzar la felicidad, más o menos, el mundo feliz de Huxley; el resto lo conseguirá ese conjunto inmenso de lucecitas, colores y notas musicales que despiertan un efecto eufórico más activo que el conseguido por cualquier estimulante. La agresión publicitaria encuentra un blanco perfecto en este individuo de la cultura occidental, un sujeto especialmente vulnerable debido a déficits especialmente significativos en el afecto, el amor, la comunicación, la seguridad, la confianza en sí mismo y la autoestima. Ciertamente, surge la añoranza de los seres más queridos y desaparecidos, y es razonable que estas fiestas nos inunden de una sombra de nostalgia, melancolía y tristeza. Por lo tanto, no es extraño que se produzcan disfunciones emocionales.

En efecto, los recuerdos se agolpan, las vivencias infantiles nos inundan, las imágenes de seres queridos se reavivan, en fin, nuestro equilibrio emocional se hace mucho más sensible, por eso nos encontramos más vulnerables. Todos los símbolos navideños, aprendidos a lo largo de la infancia, pueden despertar frustración y hacer surgir un sentimiento generalizado de inseguridad y de pérdida de autoestima que se puede neutralizar parcialmente a través de la felicidad consumista. Por eso las fiestas navideñas precipitan emociones de una coloración triste. Precisamente, la compra de un regalo puede actuar como un potente ansiolítico, produciendo un estado eufórico generalizado que se irá disolviendo paulatinamente hasta quedar en la situación psicológica previa, es decir, la mejor para adquirir un nuevo regalo. En este escenario parece perfectamente razonable que el gasto se dispare, porque las tentaciones son mucho mayores, objetos y reclamos son mucho más sofisticados y los publicitas nos encontrarán fácilmente los puntos más vulnerables. Ni siquiera es necesario salir de casa para adquirir cualquier regalo (por supuesto, sin gastos de envío).

A través de internet podemos adquirir cualquier cosa, incluso un antojo de medianoche y, por supuesto, los bancos nos ayudarán ofreciéndonos toda clase de facilidades para acceder a los créditos adecuados; el plástico es capaz de hacer milagros, consiguiendo cualquier regalo en cualquier momento; una tarjeta que parece controlar e influir en nuestra voluntad sin ningún tipo de limitación, ¡todo es posible con la tarjeta de crédito! Es la anestesia del consumismo despilfarrador. De esa forma nos sentimos más orgullos, más poderoso y con más control sobre el medio. Además, el regalo, más que una forma de manifestar amor, es el anhelo de ser amado. Estos regalos navideños nos trasladan a ese mundo emocional ilusionante e infantil donde todo es posible; precisamente la magia del regalo consiste en esa asociación inconsciente con un mundo afectivo perdido, pero no olvidado, una especie de «niño interno» que todos poseemos y que se desborda en estas fechas, mediante ese comportamiento alegre y expansivo como tratando de retener el privilegio del mundo infantil. En estas fechas rebosamos afectividad, energía, optimismo, bondad, solidaridad, comunicación, deseos y manifestaciones de felicidad.

Este entorno «estimular» (hedonista) parece actuar como una droga de la felicidad, capaz de evitar el miedo, la depresión y el estrés. Pero también la Navidad nos presenta la otra cara de la moneda, es decir, la aflicción y los estados inequívocos de soledad existencial y desesperación. Sin embargo, en estas fechas tan entrañables nos asalta la tristeza en lo más profundo de nuestro ser y, paradójicamente, se agosta la felicidad. Realidades y tradiciones otrora hermosas van perdiendo espiritualidad, religiosidad y se van cargando inevitablemente de materialidad, reduciendo nuestras relaciones y afectos a la «nada». Todo este derroche de sensibilidad, solidaridad y compasión, generalmente, no se traduce en un cambio de actitudes mentales, y el glamour de las fiestas navideñas dejará paso posteriormente a la soledad, es decir, la realidad cotidiana en la que frecuentemente se encuentra ese hombre anónimo, aislado, indiferente, autosuficiente, vacío y narcisista. En fin, el impacto de este ambiente «estimular» navideño actúa implacablemente sobre los individuos despersonalizados en los templos y santuarios del consumo (grandes superficies, tiendas, etcétera), donde fácilmente son hipnotizados y atrapados en la telaraña del consumo. Especialmente, los compradores compulsivos son presas fáciles de este impulso irrefrenable. En fin, que el espíritu tradicional y ortodoxo de estas fechas no sea secuestrado y que la radiante felicidad compartida con nuestros seres queridos y amigos persista en nuestro devenir y sea nuestra razón de existir. ¡Tal vez, el mejor regalo!

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