Elevados al cubo

8 de Abril del 2017 - Fernando R. Miranda

"Me interesa la verdad, no los datos, y soy lo bastante viejo como para conocer la diferencia"

Jerzy Kosinski

Dos más dos son siempre cuatro, con la calculadora en la mano, pero no siempre en el baile improvisado de la vida. A las cifras, como a las ideas, cuesta hacerlas irreprochables, por lo que, aunque sea como medida provisional, es conveniente ponerlas siempre a remojo. Aun así, es incuestionable que gozan de una imagen respetable. La cosa se complica cuando abanderan causas cotidianas. Estamos saturados de números, pero estos necesitan más que nunca una remontada de credibilidad. Nos sirven para un roto y para un descosido, para venirnos arriba con el último dato de la EPA y para todo lo contrario si entramos en detalles de precariedad.

No hay manifestación callejera que se precie que no cuantifique dos movilizaciones distintas: la oficial y la de los organizadores. Suele haber cientos de miles o miles de cientos de diferencia. Las cantidades son lo de menos, lo sustantivo es que el pensamiento de un colectivo alcance el rango de interpretable.

Vivimos en una sociedad en la que lo que no se enumera no existe y, además, carece de vida inteligente. Meter el cucharón en una sopera de cifras no tiene precio: nuestras neuronas saltarán de alegría si intuyen un margen de maniobra mediador o influyente, como si perteneciesen a un "lobby". Satisfacción similar a la que le producen a Homer Simpson los teoremas matemáticos o, mejor aún, los mensajes codificados.

Estábamos avisados: esta serie televisiva nos señaló que lo de Trump se llevaba tiempo incubando. No le tomamos en serio, ni a él ni a su afición por la irrealidad aumentada. Los expertos en números redondos no aparecen de un día para otro. Redondear es la mejor manera de simplificarlo todo ofreciendo una apariencia de engañosa igualdad. Los números en mentes narcisistas son un peligro. No es de extrañar, entonces, que entre tanta desmesura le asalten delirios de construir imposibles muros de orientación Sur.

En el otro Norte, donde estamos nosotros, los casos de corrupción se instruyen siguiendo la pista de las unidades de millón. Con ellas, los jueces dan forma a las causas procesales. Ahí es cuando descubrimos que las consortes son un cero a la izquierda: no sólo no fiscalizan, sino que no entienden nada de economía. Una suerte la de vivir en la despreocupación de los detalles mundanos, en un estado zen sin pensamientos invasivos.

Los números son como un hermano mayor que tenemos en la cabeza: ponen orden y marcan el camino. A veces lo hacen a calzador y otras, con empujadores como los del metro de Tokio. Lo que ocurre es que al cocer, todo mengua o, según el caso, se sobredimensiona. Formamos parte de un maremágnum en el que un punto en el diferencial o un decimal pueden inclinar la balanza convirtiéndonos en seres insignificantes.

Los datos nos envuelven y agobian, pero, sobre todas las cosas, nos engloban en hemisferios tridimensionales. Mejor sería, entonces, no depender tanto de ellos, sobre todo cuando sabemos que están en manos de ilusionistas –en el mejor de los casos– cuando no directamente de prestidigitadores desaprensivos. Corremos el riesgo de que los "big data" minimicen el impacto de la realidad, distanciándonos hacia un paraíso ilusorio. Porque existe un uso y abuso de la felicidad como herramienta de propaganda (eso que llaman ahora la "posverdad"), que tiende a transformarnos en zombis.

En "Los puentes de Madison" uno más uno no pudieron ser dos más que un rato. Una pareja que hubiera merecido otro final. Meryl Streep se quedó dudando con la manilla de la puerta en la mano. ¡Cuántas historias de la vida real llamadas a sumar se quedan en una resta o una ecuación fallida! Y es que el cálculo –que recalcula cada rato– va por un lado y lo que realmente nos importa, por el otro. Hay muchas cifras de carne y hueso suspendidas en el vacío, indefensas y frágiles, a la espera de un viento favorable que las saque de la generalización y las lleve a su destino. Vivimos elevando al cubo todo lo que se mueve y, así, no hay quien ponga los pies en el suelo.

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