La cruz del laicismo
Allá por el siglo VI antes de Cristo, el pueblo judío sufrió uno de los más duros varapalos de su historia. El Ejército del rey de Babilonia, Nabucodonosor, invadió el reino de Judá, destruyó el templo de Jerusalén e impuso el destierro a los hebreos que tendrían que sufrir medio siglo de cautiverios. La desolación sobrevino sobre un pueblo que observaba cómo periclitaban los fundamentos religiosos de su cultura. Sin rey, sin templo y sin tierra, se adentraban en una noche densamente oscura y en un tiempo propicio para interiorizar y digerir lo acontecido. Poco a poco, y siempre guiados por la fe en Yavé, cayeron en la cuenta de que había un modo de mantener su identidad, a pesar del exilio. Se habían quedado sin rey, pero tenían a Dios; habían destruido su templo, pero tenían el sábado para santificar a Yavé; los habían despojado de su tierra, pero portaban una tierra portátil bajo el signo de la circuncisión. De tal modo aprendieron a darle un sentido a la diáspora, a sentir la cercanía de Dios que no abandona a los suyos. Los que seguimos creyendo en Dios, a pesar de la hostilidad de tanto intolerante, sabemos que lo más importante de Él lo portamos en lo más íntimo de nosotros. Nuestra propia fe y nuestro propio testimonio circuncidan nuestro corazón y eso no podrá abatirlo ninguna ley hecha por mano de poderosos.
Nos toca padecer en este tiempo la intransigencia de un laicismo que no soporta la presencia de la religión. Resuenan con fuerza las palabras de San Pablo que alertaba, hace dos mil años, de los detractores de Cristo que veían en la Cruz necedad y escándalo. Un laicismo que intenta conducir a todos los crucifijos hacia el monte Gólgota. En su ingenuidad no se dan cuenta de que allí mismo, en el Calvario, donde pretendieron matar con la cruz, la Cruz se elevó como esperanza del hombre. Ella misma abrió el camino al perdón y a la compasión. Frente al odio a la cruz, la cruz responde con el amor de unos brazos extendidos, los de Jesucristo, que se despliega por abrazar a todos.
La misma Navidad –que ahora nos toca celebrar– ya proyectaba la sombra de la cruz sobre el pesebre, por eso el rey Herodes determinó la matanza de los niños inocentes, por eso uno de los Magos culminaba con la mirra –la resina que evoca el sufrimiento y la muerte– la realeza del oro y la divinidad del incienso. La Navidad marca el tiempo de la revolución de Dios, que humilla a los soberbios y salva a los humildes (Job 22,29), y que recoge la propia María en el Magníficat. El himno de Filipenses recoge nítidamente a este Cristo que, despojándose de sí mismo, asumió la condición de esclavo (Flp 2,7).
Esta revolución sigue molestando hoy, pues se constituye en garante y esperanza de los pobres, inclúyase en ellos a los más inocentes e indefensos, los que malviven y mueren por el hambre y, cómo no, a los que se les niega el derecho a nacer so pretexto de que no son vida humana. El laicismo que decididamente apuesta por matar el alma se obstina en entronizar la muerte del cuerpo. Con razón decía la Madre Teresa de Calcuta: «El aborto es un homicidio en el vientre de la madre... Si no quieren a los niños, dénmelos a mí».
Si bien quieren acabar con los crucifijos, si quieren exiliarnos a una enseñanza sin religión, a una Navidad sin villancicos, difícilmente podrán abitarnos y silenciarnos, no si nos erigimos en crucifijos vivos, emulando lo que los hebreos hicieran en el exilio hace ya dos mil quinientos años.
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