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El nacionalismo en España

13 de Abril del 2017 - Constantino Díaz Fernández (Oviedo)

Es obvio que, dentro del elemental abanico de libertades que debe consagrar cualquier constitución democrática, todo ciudadano, de forma individual o colectiva, a través de los mecanismos de participación establecidos, tiene derecho a manifestar públicamente sus puntos de vista, opiniones y aspiraciones, con la única e inexcusable condición de someterse, de forma inequívoca, al marco legal existente en cada momento. La fuerza de los pueblos depende precisamente de la unión de todos sus miembros, del respeto mutuo, de que no existan fisuras entre sus instituciones públicas, y es, a su vez, condición "sine qua non" para conseguir el necesario grado de confianza, interno y externo, que permita superar las dificultades y aprovechar las oportunidades que existen en el mundo globalizado en el que actualmente vivimos.

Cuando no se cumplen estas premisas, el efecto inmediato es el de generación de conflictos y tensiones internas, lo que conduce inexorablemente a una pérdida de imagen en la proyección exterior del país, y, si no se corrigen a tiempo, de forma inmediata y eficaz, sin crear agravios comparativos territoriales, las consecuencias derivadas, amén de poder convertir en crónico el problema, corren el riesgo de producir daños irreversibles con repercusiones indeseables para la normal convivencia.

En el caso de España, las continuas salidas de tono de los nacionalistas catalanes y vascos, particularmente las de los primeros, que, basados en peregrinos argumentos históricos, empezando cada uno la Historia donde más le conviene, con más interés para la clase dirigente y los que siempre están pegados al poder que para el pueblo llano y soberano, están poniendo una nota discordante que puede acabar por afectar de forma seria a todo el conjunto del Estado.

No es que la idea nacionalista de estas comunidades sea nueva, pero la inoportunidad de exacerbar este concepto y hablar sin tapujos de independencia en un momento tan delicado como el presente es un torpedo en la línea de flotación que puede hundir el barco en el que viajamos todos los españoles. La ilusión que, sin mucho éxito, por cierto, se quiere trasladar a los ciudadanos de las citadas comunidades, basada en que de forma independiente vivirán mejor que dentro de la nación española, es falsa de principio a fin.

Se pretende vender la idea de que si se convierten en estados independientes, se podrán anexionar como tales a la Unión Europea, cuando la realidad es que para ello sería necesario la aceptación de todos los actuales miembros y que, además, el país en el que se produzca la secesión tiene derecho a veto, lo que, por razones obvias, sin atisbo de duda, convertiría su proyecto en inviable. Sin la sinergia que proporciona España y aislados en Europa, con estructuras débiles para sobrevivir como estados soberanos, el futuro no parece muy prometedor. Claro que en todas estas coyunturas siempre hay alguien que sale muy bien parado, pero, como es habitual, a costa de muchos perjudicados: los de siempre, los que soportan estoicamente todas las dificultades y participan escasamente de los beneficios.

Nadie debería impedir, ni siquiera pretender ahogar los sentimientos nacionalistas de otros, ni tampoco las aspiraciones de independencia de ningún pueblo, siempre que todo ello se canalice por cauces legales, en tiempo y forma, sin causar perjuicios a terceros y, por supuesto, con bases, razones y argumentos sólidos y creíbles. Lo que no es de recibo es utilizar argucias y falacias para confundir a la ciudadanía y crear estados de opinión fabricados "ad hoc". Recurrir a razones históricas o a hechos diferenciales, aplicados en el momento y tiempo que más interese a cada uno, no parece ser lo más adecuado, ni leal, ni honrado. Todos los países, estados, regiones, etcétera, en algún momento de su Historia vivieron momentos de esplendor y de decadencia. Si cada uno de ellos utilizara los momentos históricos más favorables como argumento para reclamar derechos, la cola que se podría formar para tal fin sería interminable.

En este momento, los catalanes, y en menor medida los vascos, están tratando de hacer valer derechos basados en concesiones, vía estatutos, conseguidas durante el régimen político de la Segunda República, que estuvo vigente en España desde el 14 de abril de 1931 hasta el 1 de abril de 1939, período marcado por sucesivas crisis que condujeron a la Guerra Civil, de tan desastrosas consecuencias para todo el país y sus habitantes, y de las que aún, a pesar del paso de los años, quedan algunas secuelas.

Los catalanes pretenden rememorar el estatuto aprobado el 9 de septiembre de 1932, suspendido luego por los acontecimientos del 6 de octubre de 1934 y restituido con el triunfo del Frente Popular en febrero de 1936, siendo finalmente derogado en febrero de 1939 con la ocupación de Cataluña por las tropas del general Franco. Los vascos quieren poner en valor el estatuto que, en pleno conflicto bélico, las Cortes republicanas aprobaron el 1 de octubre de 1936, y que tan poco tiempo tuvieron para disfrutar. Todo esto, sin entrar en pueriles cuestiones lingüísticas que, por estériles y alejadas de las necesidades del mundo real que habitamos, no merecen ni siquiera el más breve comentario.

Menos mal que a esta extensa cadena de despropósitos, desplegados en el momento más inoportuno, no se suman otras comunidades que también podrían alegar razones históricas para alimentar tan desquiciada polémica. ¿Qué se opinaría si, por ejemplo, Asturias reclamara las tierras que le fueron propias a la muerte de Alfonso III, cuando el reino Astur comprendía las tierras de Galicia, extendiendo sus fronteras por el norte de Portugal hasta Coímbra, y Castilla hasta el reino de Pamplona, en un momento en el que el resto de la península Ibérica estaba dominada por el Emirato de Córdoba, bajo la denominación de Al-Ándalus? Creo, sinceramente, que España no está para este tipo de bromas, que, al amparo de la Constitución de 1978, se debe fortalecer la unión entre todos los pueblos, sin excepciones, elevando el sentido nacional por encima de cualquier otro interés, particular o de grupo, e intentar empujar todos en la misma dirección; sin duda que será la única vía para superar la crisis y no perder el camino del progreso. El mantenerse fuera del tiempo y el lugar, el querer anclarse en ensoñaciones del pasado, amén de no conducir a ninguna parte, es tan alucinante como si alguien pretendiera ir a cazar dinosaurios, ignorando que estos se extinguieron hace 65 millones de años y que, además, ya no volverán jamás.

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