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Carta abierta a monseñor Martínez Camino

24 de Enero del 2010 - Amable Concha

Que el amor que el Señor nos dejó ilumine siempre tus pensamientos y guíe tus acciones. Humildemente, como hermano en Cristo y paisano, me atrevo a dirigirte estas líneas, que también, entiendo, debo compartir públicamente con aquellos a quienes pudieran interesar.

Escaparé de la tentación de lo jurídico, por mi profesión, siempre latente, y procuraré centrarme en lo que de verdad interesa al tema como cristianos: el magisterio de la Iglesia en el orden moral y nuestra conducta en la vida pública, como manifestación de ese cuerpo de enseñanzas. Ante lo anterior, las leyes poca cosa son y, además, no serán, ni pueden ser nunca, instrumento para cumplir nuestra vocación.

Hace algunos años tuve el privilegio de estudiar las Actas Martiriales. En aquel Seminario de la Universidad de Cantabria pude compartir reflexiones y pensamientos con compañeros doctores e ilustres profesores de universidades españolas e italianas, bajo la impagable dirección de un experto mundial en la materia como es don Ramón Teja. Con todo, mi mayor tesoro fue recibir la bienaventuranza que me proporcionó el contacto directo con la Iglesia de las persecuciones, muy especialmente, a través del Acta de los Santos Mártires Escilitanos, auténtica sin la menor de las dudas, y datada en el año 180 d. C.

Traigo esto a colación porque las respuestas de Esperato –en el interrogatorio al que se vio sometido por el procónsul de África Vegelio Saturnino–, entiendo, deben estar siempre presentes en la vida del cristiano en su relación con la política. Vegelio quiere perdonar, Esperato ya ha perdonado. Manifiesta cumplir las leyes romanas en lo que su conciencia cristiana le alcanza a permitir y acepta mansamente la pena capital. Vegelio, por su parte, conoce que Esperato es un buen ciudadano y no entiende cómo por el simple gesto de un sacrificio al emperador, éste y el resto de los comparecientes van directos, renunciando a la apelación, al ius gladium, a la muerte por la espada.

En aquellas tardes de Seminario volvía yo de Santander a Gijón a diario, y en la hora y media larga que el trayecto me ocupaba, comencé a recuperar las canciones de mi adolescencia y juventud. Separados enormemente en la historia –aquella Iglesia paleocristiana y el Haight Ashbury del verano de 1967– convergían, sin embargo, en haber hecho del amor su escatología. No se trataba de cambiar las leyes y convenciones del mundo sino, más bien, de vivir, en lo que fuera preciso, al margen de ellas. La conjunción de ambas experiencias obró en mí poderosas intuiciones, y el amor de Dios se me hizo tan presente, que aún debo contenerme para no salir a la calle proclamándolo a vivas voces. Recuerdo, muy especialmente, una noche, cuando revisionando el fabuloso documental de Woodstock, quede absolutamente prendado de ese instante mágico en que, entrando tres monjas en el recinto de Bethel Woods –sonrientes y felices–, una de ellas realiza el signo hipster de la paz.

Subtítulo: Sobre la reforma de la ley del aborto

Destacado: Convertir el cristianismo en una ideología supone una mutilación e los fundamental de la Revelación

Destacado: Estoy en contra de la reforma de la ley del aborto, estoy de acuerdo en que quien apruebe o coadyuve a su aplicación no puede estar en verdadera comunión con la Iglesia; pero, ¿arregla algo la excomunión?

Es evidente que, con esta constatación tan plena, poco habría yo, ya, de fiar al derecho como factótum de la justicia. Aunque podría retar a cualquier catedrático de Derecho Constitucional, o de Filosofía del Derecho a que me demostrará la existencia de un solo derecho fundamental o principio de la «constitución normativa» que no provenga de la Revelación y su desarrollo por los juristas –todavía no superados– de la Edad Media, ya no me interesa. La ciencia jurídica se me ha revelado especialmente falsaria a la hora de suministrar conocimientos que puedan ser verdad más allá del propio sistema donde han sido concebidos. Y eso es trampa.

Se nos ha advertido en el Sermón de la Montaña, programa marco para la salvación y para ganar el único juicio que verdaderamente importa: «Bienaventurados los perseguidos por la justicia…», que, principalmente, quiere decir que por muy perfecto que queramos hacer nuestro derecho en la tierra, siempre habrá quienes padezcan por su causa. Siempre será injusto. Pero es que hasta en eso la veleidad del ser humano por sustituir al Creador –consecuencia del pecado original del «conocimiento»– intentará llegar lo más lejos posible. Está escrito. Ya hemos visto lo que le ha hecho a la tierra, también lo que le ha hecho a sus hermanos, con la justicia, el hombre soberbio hará lo mismo.

Convertir el cristianismo en una ideología supone una mutilación en lo fundamental de la Revelación. El reino de Dios no es de este mundo y no va a obrarse por la acción de los justos ni de la Iglesia, sino por la intervención directa de Dios. Así está escrito y esa es nuestra profesión de fe. También el Apocalipsis nos muestra ese falso feminismo como la última idea-fuerza en la historia del conocimiento y cómo la mujer tendrá que huir para poder ser madre. Esta pasando. Hoy en día, desde la ideología imperante se presenta la maternidad como una desgracia o una lacra a superar, cuando, en realidad, es el más importante de los destinos que una mujer puede esperar. De ahí que la «liberación» deba obrarse por ese pretendido catálogo de derechos reproductivos, en el que se encuentra el mal denominado derecho al aborto.

Por esta razón, a mí me preocupa tanto la ley ahora pretendida como la aplicación de la ley vigente. Pero, también, me duele el infanticidio masivo, presente en África de forma casi generalizada y muy extendido en ciertas zonas de América y Asia. Y me escandaliza la guerra. Y me indigna la pena de muerte. Y el caso es que muchos de los que hacen ahora la vista gorda con la aplicación de la ley de supuestos, otros tantos que coadyuvan a la exterminación masiva de niños en el mundo u otros menos que en su día han favorecido guerras y/o dictado condenas de muerte son admitidos a la comunión dominical.

Monseñor, estoy, como no podía ser de otra forma, en contra de esta reforma de la ley del aborto. Estoy de acuerdo en que quien apruebe o coadyuve a la aplicación de la misma no puede estar en verdadera comunión con la Iglesia. Pero ¿arregla algo la excomunión? ¿Es el camino? Esperato, como ciudadano romano comerciante, podía haber sacrificado al César cumpliendo una norma que podía justificarse como exclusivamente civil, pero no lo hizo. Y no lo hizo, porque estaba convencido de que no debía hacerlo. Los católicos que vayan a votar a favor de la ley no deben de temer a una amenaza planteada desde una estructura de dominación, más bien deben de reflexionar por el significado y consecuencias de su acción. Y para ello tienen y tendrán tiempo. Si no podemos convencer no debiéramos imponer. La palabra de Dios pierde su espíritu –y con él su fuerza– cuando habla como habla el poder del mundo. Si la palabra participa del nomos del lenguaje político, deja de ser alimento para convertirse en ideología y, entonces, queda corrupta.

Tenemos ese ejemplo de la Iglesia de las persecuciones, espejo en el que debiéramos mirarnos. La Iglesia primitiva no quiso cambiar las leyes del Imperio sino parecerse a Cristo. Ésa fue la clave de su triunfo. Proclamemos la palabra con la voz y con las obras. ¿Y esta ley? Pues como tantas otras en la historia, no la cumpliremos aunque para ello tengamos que pagar con nuestras vidas. Estoy seguro de que, al margen de los políticos, hay muchísimos otros cristianos que el sistema necesita para perpetrar esta masacre y no coadyuvarán. Administremos nuestro precioso tesoro y aquellos que han sido llamados vendrán.

La paz y la inmensa alegría del amor de Cristo estén contigo.

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