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Aprobar no es aprender

10 de Mayo del 2017 - Iyán Vigil-Escalera Fernández (Llangréu)

Hace unos días saltaban las alarmas: el graduado de ESO se podría obtener con asignaturas suspensas y, cómo no, la noticia recorría las redes sociales con una velocidad increíble. Parecía la última ofensa a la educación, una suerte de puñalada estrechamente relacionada con el fracaso escolar, pero ¿realmente estamos ante un problema tan grave?

Quizá para quien haya sido educado en los años previos a la transición esto sea un escándalo: existe un choque generacional e ideológico que se refleja muy explícitamente en expresiones como "secuelas de la LOGSE". Sin embargo, con la Ley Orgánica General del Sistema Educativo se pusieron encima de la mesa aspectos cruciales para entender la educación en el Estado español a día de hoy: la educación debía construirse en torno a políticas de igualdad, preocupándose siempre por los intereses de los usuarios y dejando al margen, aunque no totalmente, intereses de terceros. Se deciden aspectos como la inclusión, que no llega a ser plena, en el currículum oficial de colectivos que hasta entonces se habían visto excluidos y, por fin, se comprende que la educación pública debe ser un derecho que asegure, en la medida de lo posible, la igualdad en un nivel tanto práctico como teórico, reduciendo las diferencias sociales de origen y garantizando la igualdad de oportunidades. No obstante, a la luz de los hechos, esta ley, seguramente la más innovadora hasta la fecha, se quedó en las buenas intenciones.

Es necesario hablar de esta ley y sus fortalezas porque la práctica ahora tan señalada ya se llevaba a cabo entonces: todos sabíamos que acabar la ESO sin Lengua o Matemáticas suspensas era sinónimo de pasar a Bachiller. Siempre ha sido así y nunca ha habido ningún escándalo. Se entendía que obtener el título de ESO era un mínimo que, a fin de cuentas, servía para garantizar que había existido una escolarización y daba la llave para decidir, no siempre de manera libre, el siguiente paso: trabajar, ir a FP o ir a Bachiller. Pero entonces, ¿a qué se debe todo este ruido? La respuesta es clara: las posturas cercanas a la meritocracia y la concepción productivista del sistema educativo están recuperando terreno.

Desde la pedagogía se lleva insistiendo durante mucho tiempo en la idea del proceso: no es acertado evaluar al alumnado en función a un examen, a una prueba en un momento concreto que condicione su futuro. Las razones son claras: ese no es el propósito de la educación y, además, el aprendizaje es un ejercicio que no se produce en un momento concreto, sino que se desarrolla en el tiempo y, en consecuencia, debe evaluarse de la misma manera. Ya en nuestra Constitución, firmada entonces por quienes ahora ponen en duda el carácter inclusivo y de formación ciudadana de la educación, se deja claro que el objetivo de la educación es "el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales" (Artículo 27.2).

En definitiva: no conviene escandalizarse por que alguien pueda conseguir un título con equis suspensos, porque esa es sólo la estela del asunto realmente importante. Debemos escandalizarnos por que un suspenso o un aprobado decidan, con consecuencias realmente serias, cuál será el futuro de una persona. Porque, como hemos hecho todos, empollar es sinónimo de aprobar en más ocasiones de las que debería, ¿pero qué aprendemos? Debemos preocuparnos por que el sistema educativo produzca desinterés, por que no sepa conectar con los jóvenes, por que parezca un lugar ajeno al mundo en el que viven. Eso es lo preocupante, el resto son sólo sombras.

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