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La Isla: el muro de la vergüenza

5 de Enero del 2010 - Victoria González (sd)

Sin duda el título es exagerado en la medida que traslade al lector a la Alemania de hace al menos 20 años, pero no lo es tanto a tenor de las sensaciones que provocan los desmanes constructivos y ambientales que, de un tiempo a esta parte, se están perpetrando en La Isla (Colunga).

Posiblemente no sea algo muy distinto de lo que está sucediendo o pueda suceder en otros lugares, si bien la diferencia puede estar en que hasta hace muy poco La Isla, por una serie de circunstancias que excedería el espacio de este escrito explicar, se había librado de los horrores urbanísticos imperantes y de la falta de sensibilidad y respeto a la naturaleza que está al orden del día.

En la memoria se encuentra la paralización de un proyecto para construir más de mil viviendas en bloque hace apenas tres años, que hubiera reproducido en este pequeño pueblo lo peor de Luanco o Ribadesella, por poner dos ejemplos conocidos de destrozo urbanístico irreversible de espacios privilegiados hasta entonces.

Ahora, abandonado temporalmente ese proyecto, más por falta de inversores que por la bondad de los munícipes de turno, nos regalan –con nuestros impuestos, por supuesto– tres obras a cuál más disparatada, que se caracterizan tanto por su impacto ambiental como por su pésimo gusto, amén de ser totalmente innecesarias.

Este verano, entorpeciendo el normal disfrute de un tramo de playa y constituyendo su ejecución un evidente peligro para visitantes y bañistas, se erigió una rampa de cemento que se supone destinada a facilitar el acceso a personas con dificultades, empeño de lo más loable si no fuera porque la playa de La Isla es totalmente accesible por sus límites este y oeste, y porque si se quiere mejorar éste sería suficiente con instalar un pequeño corredor de madera sobre la arena, que constituiría una solución barata y respetuosa con el entorno, es decir, eficiente y sostenible, como se dice ahora.

En vez de eso se ha optado por un mazacote de cemento agresivo, amén de inútil y caro, coronado con una barandilla de acero inoxidable ajeno a espacios costeros, que denota una nula sensibilidad con el área en que se inscribe.

Con anterioridad a este despropósito se había iniciado la supuesta adecuación, en una parte de un maravilloso prado propiedad de la Iglesia –y cedido en uso por ésta– de un espacio destinado, ése era el fin convenido, a juegos y esparcimiento de los más pequeños.

Con sorpresa observamos que lo que precisaría una mínima adaptación para el fin perseguido se convierte en una especie de área recreativa con mesas, bancos, caminos de cemento delimitados por bordillos, farolas, fuente de acero forjado y pivote controlador de accesos.

Para qué instalar unos sencillos columpios y artilugios similares en una superficie blanda cuando se puede urbanizar, en la peor acepción de la palabra, el hasta entonces espacio verde en el que, naturalmente, no puede faltar la obligada placa.

Parecería que en tiempos de recursos escasos el cúmulo de caros e inútiles despropósitos, con nuestro dinero, habría llegado a su fin, dada la pequeña entidad del lugar que nos ocupa.

Pues nada de eso. A los administradores de nuestros impuestos no se les ocurre otra cosa que en el marco de una supuesta ya veremos— mejora del entorno de la playa, cerrar ésta –leen bien, cerrar– por su límite oeste con un muro de cemento de unos dos metros de altura y unos doscientos de longitud, cuya finalidad práctica a lugareños y usuarios se les escapa, y que me atrevo a calificar como uno de los mayores atentados ambientales cometidos –en su escala– en los últimos años en nuestra Asturias.

Alguno de los más avisados se atreve a especular que pudiera tener como fin evitar que alguna pleamar pudiera llegar a los aledaños de alguna vivienda a ras de arena, algo que, desde luego, nunca preocupo a los propietarios de las mismas, ni sucedió con peligro para personas y haciendas en los últimos cien años.

Otros creen que es simplemente un banco, y los hay que apuestan a que se trata de delimitar el área de aparcamiento, aunque todos coinciden en que, junto con el parque inicialmente infantil, será un espacio privilegiado para la práctica de algo tan social como el «botellón».

En cualquier caso, y sea cual sea el fin perseguido, nos encontramos con la paradoja de que aquellos a los que pagamos para preservar los valores naturales de disfrute público atentan contra los mismos con una ignorancia sólo equiparable a la soberbia con que toman la decisión.

Hacen rampas de acceso innecesarias que recuerdan la anécdota de Romanones cuando prometía un puente en una localidad sin río, e impiden el paso con un muro de cemento por donde durante siglos se accedió a la playa sin ninguna dificultad.

¡Impresionante!

Francamente, es difícil imaginar más disparates en menor espacio físico y mayores aberraciones medioambientales en nombre de un supuesto progreso que no es más que mezcla de ignorancia y mal gusto.

A nuestras autoridades locales habría que sugerirles que se dediquen a lo suyo, que no es otra cosa que asegurar la limpieza –en la que, ciertamente, se ha mejorado–, el abastecimiento de agua y muy poco más.

Para el resto –en general– ni están capacitados ni disponen de medios, de ahí su decisiva contribución a que la clase política ya sea uno de los problemas importantes de este país.

Comprendo, y puedo compartir parcialmente, que se combata coyunturalmente el paro con planes de choque de obra pública, pero que ésta no destruya lo que la naturaleza y la acción prudente del hombre ha preservado durante siglos. Porque si ése es el precio sería mucho mejor que a trabajadores y empresas les aportáramos los mismos ingresos sin que hicieran nada en casos como el que nos ocupa.

¡Y no digamos a aquellos que impulsan, diseñan y autorizan tales desmanes!

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