José María Laso, democracia viva
Subtítulo: Su originalidad política residía en su fuerza de convicción
Destacado: Sus afirmaciones eran siempre directas, apodícticas y doctas, con memoria y pasión de gigante y exquisita educación de trato
Recibí la noticia de la muerte de José María Laso bajo el tejo del dolmen de Abamia, como un relámpago entre la niebla. Por mis compromisos con Salvador Tarragó,que había hecho un generoso viaje desde Barcelona para estudiar la restauración del panteón de Pelayo, me fue imposible asistir a su funeral. A mi regreso a Oviedo mantuve esa noche una espléndida y dolorida reunión con sus hermanos en homenaje a su memoria. José María Laso había hecho dos años antes un prodigioso examen gramsciano de Abamia como símbolo de la sociedad civil. La disparidad ideológica y la afición por la controversia y la conversación política ilustrada nos hicieron amigos en los años ochenta. La paradoja ideológica se convertía en Laso en una síntesis dialéctica. Antonio Gramsci era para Laso la democracia real más profunda, que le permitía superar toda contradicción entre el comunismo histórico y la democracia liberal. La revolución sólo era posible a través de la democracia, y la democracia real exigía la revolución social no violenta. Su análisis marxista revisado había hecho de él, como de Enrico Berlinguer y del Santiago Carrillo de la transición, un demócrata en el sentido clásico, una bisectriz entre «La democracia en América» de Alexis de Tocqueville y «El Capital» de Marx.No en vano Laso se hizo comunista en 1947 por una vía existencial inhabitual, tras leer «El Talón de Hierro», de Jack London, una fantástica novela distópica (o antiutópica) predecesora de «1984» de Georges Orwell. Ardis y Asgard, las ciudades bajo la dictadura del «Talón de Hierro» eran para Laso la España del general Franco. La originalidad política de Laso residía en su fuerza de convicción, que lo hacía inmune a lo contingente y lo distanciaba de la clase política,en la que se movía como un profeta laico en un desierto devastado.Su bonhomía brotaba de esa convicción. Exigía reconocimiento a su obra como autor, pero nunca se vanaglorió de la tortura, que padeció hasta el límite sin romper su silencio y lo hizo invulnerable a la mediocridad. Sonreía con una complaciente y benévola superioridad moral al oír hablar a la clase política de la transición de padecimientos bajo la dictadura, sin presumir jamás de sus terribles sufrimientos reales en los interrogatorios de la Policía franquista. Laso no conocía el odio. Su capacidad estoica de omnicomprensión le permitía hablar con ecuanimidad del coronel Eymar que lo torturó o de José Antonio Primo de Rivera. Fernando Lorenzo le dijo una vez que era un híbrido de Carlos Marx y San Francisco de Asís. El penal de Burgos, donde fue recluido desde 1959 hasta 1963, fue para él una Universidad Popular en la que coincidió con Herrero Merediz, Vidal de Nicolás, Antonio Pericás y Marcos Ana, con el que fue bibliotecario en la prisión y que lo llama en un poema «mensajero de vida». Parafraseando a Trotstky, Laso decía con humor de sus guardianes que eran una dictadura atenuada por la ignorancia. Vidal de Nicolás, en una cena de Tribuna Ciudadana –en la que Laso era vicepresidente perpetuo de honor y en cuya fundación participó con Juan Benito Argüelles y Gerardo Turiel–, le recordó una disputa entre ellos en la cárcel en la que hizo a Laso una amenaza sorprendente: «¡Te voy a hacer una “autocrítica” que te mueres!». Laso tenía un sentido del humor humano y llano, pero detestaba la ironía, que asimilaba a la frivolidad. Publicó en 2002 «De Bilbao a Oviedo pasando por el penal de Burgos», una autobiografía precisa y conmovedora. Sus afirmaciones eran siempre directas, apodícticas y doctas, con memoria y pasión de gigante y exquisita educación de trato.
Laso se hizo en la cárcel un activista compulsivo de la lectura y luego del articulismo de combate. Discrepaba de Gustavo Bueno, al que admiraba y quería como a un gran maestro, sobre la pena de muerte –vigente en Inglaterra para los carteristas en “gans” hasta 1808– y como prueba de su inutilidad social solía citar a un lord inglés para el que los mayores robos de carteristas en el Londres del siglo XVIII se producían en las multitudinarias ejecuciones públicas. Como fruto de un trabajo sistemático, su cultura filosófica e histórica era inmensa. Sus prolijos relatos de la II Guerra Mundial terminaban con la batalla de carros de combate de Kursk y la afirmación de que Negrín, Churchill y Stalin fueron los más grandes líderes políticos de guerra. Demostraba con rigor la incompetencia militar de Franco, que convirtió la guerra de 1936 en una depuración ideológica. Admiraba a Stalin como vencedor de Hitler y padre de la gran patria rusa, aunque rechazaba su socialismo. A través de Gramsci y de sus estudios de Derecho se hizo especialista del «Uso alternativo del Derecho», doctrina sobre la que impartía cada año una lección magistral en la Facultad con Benjamín Rivaya. Asistí, creo, a la última. Con Macrino Suárez y Rivaya organizamos tres comidas sobre la II República. Presidió la Fundación Isidoro Acevedo, la Horacio Fernández Inguanzo de Estudios Marxistas y el XL Congreso de Filósofos Jóvenes en 2003. Formó parte de la Asociación de Amistad Hispano-Cubana y en la Universidad de Santa Clara fue profesor invitado. En 1999 contrajo la arteritis que, a causa de la cortisona, debilitó su vida, en un viaje a Bagdad. Narraba con pasión sus viajes, en especial el del «Transiberiano» de Moscú a Vladivostok y sus visitas a la China de Den Xiaoping, y en 2009 publicó y presentó en la Feria del Libro de Oviedo «Viajes por círculos extraños. Culturas diversas», su último acto público. En Asturias su inmensa autoridad moral como militante democrático creció en proporción directa a la crisis de su partido y a la vulgarización de la democracia en España. La indigencia material de su vida la transmutó en una biblioteca marxista de 10.000 volúmenes y en una crítica lacerante, con su mera presencia, de la corrupción. Para los demócratas de la transición, José María Laso fue un ejemplo moral, un modelo cívico de democracia viva, que sobrevivirá a su muerte. «Sit tibi terra levis».
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