Sellaño
Se nos acaba de ir, cruzando los umbrales de la vida, hacia otra que es distancia, lejanía y, sobre todo, incógnita. Dolor en su familia, extensivo a cuantos estuvieron en su órbita amistosa y artística. Uno, que se incluye en ambas, entrañablemente, quiere recordar a Sellaño tal cual fue en su andadura humana, que comenzó en su pueblo de Ponga y concluyó en Moreda de Aller, en donde fundó con Zaida, su fiel esposa, una feliz familia, y se hizo pintor, acuarelista, cuyo arte y fama son hoy sobradamente conocidos no sólo en Asturias, sino fuera de ella, porque sus exposiciones fueron más allá de nuestras fronteras, con éxito y favorables merecidas críticas.
Uno, tan apasionado de la Naturaleza y de su medio rural, tiene que agradecer a Sellaño cómo supo captar y llevar a sus cuadros toda su belleza, color y encanto, darles vida en ellos. El último que pintó, sabiendo ya que estaba próxima su ausencia, es un motivo rural precioso en el que se ve la nieve caer. Nos la enseña su hija, María Zaida, con pena y lágrimas, y nos dice que se lo dedicó a su madre. Que, con sus hijas, fue la gran verdad de su vida. Familia y pintura, sin olvidar su hombría de bien, han sido el norte y rumbo, entrañables, en la vida de nuestro artista. Y considero obligado destacar lo de hombría de bien, porque Sellaño, pintura aparte, fue ante todo un hombre bueno, un compendio de bondad, de ciudadano ejemplar, amigo de sus amigos y por todos querido y apreciado. Y esto lo captó muy bien Lluís Roura, de Gerona, en su artículo publicado aquí el día 16 de junio, hermoso texto en el que dice que: “... todos era amigos tuyos, ya que era imposible no serlo por tu gran bondad”. Cierto. Y esto es lo que hemos querido destacar ahora aquí, a la hora de su tránsito supremo. Su hombría de bien.
Antonio Rodríguez Álvarez, “Sellaño”, se nos ha ido, pero aquí quedan su gran obra pictórica, sus hermosas y logradas acuarelas, y un recuerdo querido y entrañable que perdurarán siempre. Con ejemplaridad.
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