La envidia sana

8 de Julio del 2017 - Fernando Martínez Álvarez (grado)

Hace tiempo que se oye esta expresión “envidia sana”. Me llamó mucho la atención la primera vez que la escuché por lo que tenía de novedosa. Y también porque me recordó desde el primer momento aquellos ejemplos que para el oxímoron nos daba Carmen, la profesora de Literatura, en el instituto: “Un instante eterno”, “una calma tensa”, “baja altitud”, “secreto a voces”...

Esa contradicción, esa oposición en los términos, es tan clara en la “envidia sana” como en todos esos ejemplos de mi adolescencia estudiantil. Pero el otro día ojeaba en la sala de espera de la consulta del dentista una entrevista con no sé qué afamado profesional del estudio de los sentimientos que clasificaba psicológicamente a la envidia en diferentes tipos. Uno de ellos (me pasmé) era la envidia sana.

Su definición de tal exabrupto venía a argumentar burdamente que en ese tipo de envidia lo que desea el envidioso es el objeto concreto de su afán, y nada más que eso.

Ejemplificando: mi vecino llega montado en un flamante deportivo nuevo, descapotable y de color amarillo limón. (Según ese psicólogo, yo estaré sintiendo envidia sana si lo que envidio es su coche y solamente su coche, sin ningún sentimiento negativo para su propietario).

En esa circunstancia creo que lo que ocurre es más bien que me gusta el coche, simplemente, y sin más vueltas que dar a la peonza. Mi deseo de posesión es exactamente el mismo que si estuviera viendo ese vehículo en el escaparate de su concesionario. ¿Dónde está, pues, la envidia? Ni sana, ni enferma, ni en la uvi, ni na.

Por favor, señor doctor de los sentimientos no permita que se le suban de temperatura sus psicólogas meninges revolviendo el sentido común y manipulando la razón: donde nada hay para revolver, nada que manipular. Usted conoce perfectamente que la envidia, para existir, debe de darse en el envidioso como un sentimiento de malquerencia, un deseo dañino de afán de perjuicio al envidiado. También a la vez que ese ansia de posesión por lo que no se tiene. Y sin esa condición del mal sentir del envidioso por la persona a la que envidia, ésta simplemente no existe. Por lo tanto, yo no envidiaría a ese vecino. Sólo me gusta su coche.

Antes de ponerse a pensar para luego escribir debería usted de haber leído un poco a Unamuno, con sólo una frase le hubiera bastado: “La envidia es mil veces más terrible que el hambre, porque es hambre espiritual”. Así no le habría dado por sacarse del magín una explicación “psicológica” para lo que se ha constituido ya, solamente, en una nueva costumbre del habla popular.

Quizá para conseguir de esa forma quitarle importancia y suavizar un poco tan ruin estigma de los españoles.

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