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Rafael Caldera: El fin de una época

27 de Enero del 2010 - Antonio de Pedro Fernández (Cangas de Onís)

Con la muerte, el 24 de diciembre del 2009, del doctor Rafael Caldera Rodríguez, desaparece una de las figuras políticas más importantes de la Venezuela del siglo XX.

Caldera, junto con Rómulo Betancourt y Jóvito Villalba, al derrocamiento del general Marcos Pérez Jiménez el 23 de enero de 1958, trazaron allá en Nueva York primero y con el Pacto de Punto Fijo después el rumbo del país por la senda de la democracia formal, tan del agrado de los EE UU de Norteamérica, estableciendo en Venezuela por más de medio siglo, el diseño punto fijista, representado en la llamada IV República: derechos y libertades formales, inversiones extranjeras con predominio de las grandes empresas multinacionales, especialmente estadounidenses, política exterior de alianza estrecha con el país norteño, contención de las reivindicaciones populares y un largo etcétera de políticas liberales, así como un espectro, largo, ancho y profundo de frustraciones populares. Detrás de ellos, los segundones: inocuos, sargentones o corruptos, o las tres cosas a la vez: los Leoni, los Pérez, los Herrera Campins y los Lusinchi.

Rafael Caldera fue un jurista destacado, un político cuya importancia dentro de la democracia cristiana trascendió los límites de su país. Como jurista, está su aportación al Derecho del Trabajo; como político, luces y sombras, dentro de su actuación como parlamentario y Jefe de Estado. Participó de la política represiva y dependiente de Betancourt y Leoni (por cierto, de la cual fui «beneficiario»). Durante su primer gobierno, se pacificó al país en el sentido de que la legalización de los partidos de izquierda contribuyó a superar la lucha armada, consecuencia de la política represiva y antipopular de Betancourt y Leoni.

El siglo XX venezolano, en general de América Latiana, no puede entenderse ni explicarse sin personajes como Caldera y los hombres que estuvieron en la primera línea de la política venezolana en el pasado siglo. La IV República está ya en la historia. La Venezuela que Caldera vivió, por la cual luchó y la que dirigió por dos períodos constitucionales, ya no existe. El viento incontenible del pueblo la sepultó. No volverá, no debe volver. El mundo es otro; Venezuela es otra. Otros intereses nacionales la alientan. Las soterradas reivindicaciones populares se han hecho presentes y quieren ser protagonistas del futuro. Del «puntofijismo» no quedan ya más que espectros fantasmales de la cara más oscura de una pretendida democracia representativa que fue incapaz de hacer buenos sus postulados.

Con la desaparición física de Rafael Caldera, se ha ido el último representante, con prestigio, de una época y unas instituciones ya desaparecidas: la época de una democracia formalmente representativa, incapaz de profundizarse y, menos de acabar con la dependencia, la pobreza y la desigualdad, supeditada al capricho clientelar de los dos grandes partidos del sistema (Acción Democrática y Copey). Las instituciones propias de la IV República, cuyos presidentes constitucionales (Betancourt, Leoni, Caldera, Herrera Campins, Luisinchi y Pérez) fueron incapaces –tampoco les interesó, ni podían hacerlo– llevar hasta sus últimas consecuencias la constitución de 1961, de ahí que a partir de 1999 una nueva época e instituciones renovadas alientan las esperanzas, tantas veces frustradas, de la gran mayoría del pueblo venezolano.

Luces y sombras, más sombras que luces, en la vida de este venezolano que, acaso, quiso hacer, pero que no pudo, del país que le tocó dirigir por dos períodos constitucionales, un verdadero país independiente, soberano, democrático y participativo.

Por mi parte, respeto al Caldera jurista, de cuyas obras bebí en mi ejercicio profesional como funcionario público, profesor universitario y magistrado. Serví en sus dos gobiernos con lealtad institucional, pero ante su desaparición física no puedo menos que pensar que el inexorable e incontenible viento del pueblo que recorre la historia, no sólo barrió su mundo sino que trae días de renovada esperanza.

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