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Sencillas lecciones de humanidad

15 de Julio del 2017 - Antonio Valle Suárez (Castropol)

Mi abuela, que nació a finales del XIX, era muy madrugadora, siempre estaba en la cocina cuando nos levantábamos; tanto en épocas lectivas como en vacaciones. No había manera de presentarse allí antes que ella. Algunas veces nosotros no nos levantábamos alegres como castañuelas –que era lo que ella siempre esperaba–, entonces, sin excepción, cuando eso ocurría, espetaba al malhumorado de turno: “Buenos días, qué tal descansaste”. Rebotado el saludo de obligada contestación, éste era prolongado por una sarta de consejos por parte de la yaya: “Siempre se deben de dar los buenos días y las buenas tardes cada vez que se llega a un lugar; tanto público como privado. No lo olvidéis. El no hacerlo es de mala educación. ¿Vale?”. Vale abuela –contestábamos todos.

Pasaron unos años desde entonces y ahora, en mi jubilación, muchas veces me acuerdo de sus consejos y, a pesar de que siempre a lo largo de mi vida procuré aplicarlos todo lo que he podido, aunque algunas veces no de muy buen grado, ahora lo hago con más ahínco que antes y, por supuesto, sin miedo alguno al ridículo. Lo hago sin excepción desde que mi compañero Rafa, en nuestros paseos semanales en bicicleta ahora de mayorcitos, me recuerda aquellas lecciones recibidas en mi infancia, tanto en casa como en la escuela. Lo hace saludando a cada persona que se cruza en nuestro camino, de cualquier sexo, raza o condición, diciéndoles al tiempo que los mira: “Buenos días”. Yo, la verdad, soy menos saludón a pesar de saber que se debe hacer y, hasta ahora, que me convenció él, sólo saludaba a aquellos desconocidos que portaban un macuto a cuestas y que me parecía que iban camino de Santiago a ver al Apóstol diciéndoles: “Buen Camino” –saludo que aprendí de José, otro jubilado amigo–. Ahora, con la sola excepción de cuando me veo en la ciudad –no por nada, sino porque podría volverme loco–, saludo a todo el mundo que me encuentro por la calle con un cordial buenos días o buenas tardes. Lo que más me admira es que la inmensa mayoría responde cortésmente, aunque algunos lo hacen un poco sorprendidos. Raro es el que no responde.

¿Rafa –le pregunté el otro día a mi amigo–, por qué sin conocerlos de nada saludas a toda esa gente que nos encontramos? Me contestó sobre la marcha:

Porque me lo enseñaron cuando era un niño. Verás, paseábamos muchas veces con don Antonio, el maestro, que pernoctaba en nuestra casa, y él siempre que nos encontrábamos con algún transeúnte le daba los buenos días o las buenas tardes. Sorprendido a la vista de tanto cumplimiento que no entendía, un día me atreví a preguntarle: ¿los conoce a todos don Antonio, por eso los saluda, verdad? No, no los conozco a todos –me contestó–, en el pueblo tengo por norma desde toda la vida saludar a las personas, conocidas o no, que me encuentro por la calle. Es de buena educación, pues así me lo enseñaron en casa y en la escuela. Pero si alguno ni le contesta –le dije–. Es su problema, yo cumplo y, además, me siento mucho mejor –terminó diciéndome.

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