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La corrupción y el hombre

21 de Julio del 2017 - Pedro Riesco García (Oviedo)

El miércoles nos traía la noticia del suicidio de Miguel Blesa, ex directivo de Caja Madrid conocido por su implicación en notorios casos de corrupción en los últimos tiempos. La voz del pueblo -según acostumbra, implacablemente estricta en sus juicios- quedaba expresada en el diagnóstico, a todas luces desalmado, que nos ofrecía el bullicio de las redes sociales: podía leerse en Twitter desde "Las malas lenguas sitúan a Blesa en el paraíso (fiscal)" hasta "Sale en bolsa para ocupar un puesto en una caja", pasando por "Blesa ha sido capaz de suicidarse con un tiro en el pecho con un rifle porque tenía las manos muy largas". Otro tuitero se planteaba, puesto que el fallecimiento de éste le había pillado conduciendo, si "llegaba tarde al brindis". Es posible, incluso, hallar algún tuit que incluye una relación completa de implicados en la trama Gürtel en la que aparecen los nombres de los ya difuntos tachados, a la espera de un postrer final para aquellos a quienes aún no les ha llegado su hora.

Una amiga mía reenviaba -estoy completamente seguro de que no con mala intención- alguna de estas lindezas por un grupo de Whatsapp. Yo le decía -somos estudiantes de Clásicas- que si no le dolía un final tan trágico, que si no le concernía, imbuida de espíritu griego. Hablamos de griegos porque uno puede asomarse a la sublime gravedad de las tragedias clásicas y asistir a la puesta en escena de asesinatos, incestos, suicidios, crímenes cometidos por amor, por celos, por odio, por el destino. El drama estaba servido. Y los griegos, después de contemplar venganzas y derramamientos múltiples de sangre propia y ajena entre coro y coro, no salían del teatro despotricando de este o de aquel personaje, sino más bien, por obra de un benévolo efecto catártico, renovados, purificados de alguna forma. Veían aquellas tramas funestas, observaban la grandeza de aquellos héroes y heroínas y sabían que aquella historia tenía que ver con ellos, porque no eran superhombres inalcanzables los personajes que se les ponían ante los ojos, sino tipos muy humanos. Cada espectador se sabía susceptible de hallarse en las mismas circunstancias que las personae del drama. Y sentía, simple y llanamente, verdadera compasión.

Cambiando de tercio, por la tarde, mientras tomaba un café el noticiario televisivo de turno anunciaba las exequias del desaparecido Blesa y una mujer, de esas que aún comparten cada tarde la partida de parchís con las amigas, indignada lamentaba los "líos" que armaban los curas (sic), que antes decían que un suicida no debía ni enterrarse en camposanto y ahora daban bendiciones post mortem a los corruptos. Me quedé frío ante el catolicismo de libro del que hacía gala nuestra congénere. El hombre occidental es hijo de los clásicos de los que hablaba en el párrafo anterior, pero también del cristianismo que ha aportado conceptualmente a nuestra visión del mundo nociones como la de dignidad o la de misericordia y que las ha perpetuado, aquilatadas a fuego, en nuestro ADN cultural, durante casi dos milenios. Digo "casi" porque, como pronosticó Nietzsche, el hombre occidental (platónico-cristiano) está muerto. O, mejor dicho, en muy agudo peligro de extinción.

Impotente ante las dos visiones, la de las redes y la de la calle, me propuse escribir estas líneas, que he querido compartir con ustedes. ¿Qué clase de fondo subyace bajo la forma superficial que somos? ¿De qué clase de valores somos acreedores? ¿Cómo podemos ser capaces de no sentir el más mínimo escalofrío de profunda compasión -que no es lástima barata, sino "compartir el sentimiento", sentirnos concernidos- ante un hombre, por muy malhechor que fuera de cosas desdeñables, que se vio, con culpa de su parte o sin ella, abocado a apoyar un rifle en el suelo y disparar contra su propio corazón, rompiéndolo en pedazos? Ante tanta indiferencia sólo se me ocurre sentir anhelos de no ser parte de esa masa informe que no piensa con espíritu crítico ni se halla revestida de humanidad alguna, sino que es la versión más irracional, animal y desgraciada del hombre, su perversión más corrupta, en definitiva. Odi profanum uulgus et arceo, como decía Horacio.

Pero el progreso -el "ir hacia adelante"- no merece tanto derrotismo. Merece soñar. Como decía hace unos días en una ocasión especial, ojalá "pasar por el mundo y haber hecho de él un lugar (...) menos ajeno y más humano". Con toda la fuerza de que soy capaz, ojalá.

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