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Lo que ocurre en cualquier calle

10 de Agosto del 2017 - Luis Ángel Gil Urbón (asas)

Calle Río de Oro, junto al colegio Gloria Fuertes de Gijón. Circulan ocupando todo el ancho de la acera dos bicicletas, en paralelo, papá y mamá, y un poquito adelantado en una más pequeña va el hijo, por la acera también, a su aire. Disfrutando los tres, padre, madre y espíritu santo, de su legítimo derecho a circular por donde les sale de lo más cercano al sillín de la bici, o sea, los cataplines, y de disfrutar también (como no) de un espléndido día de calor primaveral. El caso es que de un salto, ávido y de atleta, propio del superhéroe que soy, logro esquivar al churumbel, pero no así al progenitor que, al verme, se ve obligado a frenar en seco, para evitar la colisión. Más tarde, unas cuantas calles más allá, mi vecina de arriba (del tercero, concretamente) sacude a diario la porquería de trapos y alfombras desde su ventana en mi cabeza y en la del resto de los peatones. Desde entonces, y para evitar percances, camino con casco y orillado a la calzada, con el inherente riesgo que ello conlleva de que me pueda atropellar o aplastar un automóvil.

En las cosas más cotidianas que realizas a diario, ir a por el pan a la panadería pongamos el caso, puedes encontrarte con la aventura. Puede convertirse en un plis, en un abrir y cerrar de ojos, en un safari peligroso en el que te juegas, si las cosas vienen mal dadas, tanto la integridad de la barra de pan como la tuya propia como cliente. Cielo gris, encapotado. Amenaza lluvia en nada. Un día chungo para permanecer a la intemperie en la acera de la calle. El tipo que está a la puerta, ya talludito, lleva puesta una chaqueta verde militar con lunares, de faena o camuflaje. Gafas de sol a lo Chuck Norris y dos enormes perros Stanford que en estos momentos taponan la puerta de entrada a la panadería. Me acerco, con precaución (las dos vacas van sin el debido y correspondiente bozal, algo que ya es natural), guardando una prudente distancia de seguridad porque uno de los bichos, que ha advertido mi presencia, me mira de reojo. “¿Qué es, un Stanford? Qué bonito, qué perro tan precioso. Es una raza que a mí, personalmente, me encanta”. La panadera le lame ahora el culo a Chuck Norris y, ya de paso, también a sus chuchos. Hay que tener contentos a los clientes y a sus mascotas.

Qué duda cabe que si uno se aburre, no le encuentra suficiente estímulo a la vida, es porque le da la real gana. De un paseo en apariencia tranquilo por cualquier calle, céntrica o de barrio, puede saltar la liebre, si se dan las condiciones propicias para ello. Donde menos te lo esperas. En el caso que nos ocupa, son tres los raperos que oigo acercarse por la retaguardia. Oigo sus voces a lo lejos, ininteligibles, más claras a medida que se van aproximando. En estos momentos los tengo a mis espaldas, el rap atrevido y macarra de los chiquillos ya me golpea los tímpanos. Permanecen detrás sin adelantarme, esperando a que el ruido me acojone y sea yo quien me aparte. Cierro los puños que llevo metidos en los bolsillos de mi chaqueta, analizando por qué lado y con qué mano lanzo el primer puñetazo al rapero agraciado con el boleto premiado de la lotería. “Os equivocasteis, chicos, no soy partidario ni estoy a favor de las teorías del expresidente Zapatero de la abolición del cachete, mala suerte. Suma, además, que a vuestra edad fui pincha en un pub de punkis de la noche, donde vi naves arder más allá de Orión, entre muchas más cosas, y no me asusto por nada”, pensé en esos breves instantes, antes de que se apartaran para poder adelantarme y continuar cantando, o rapeando, su camino.

En una calle de Gijón, da igual el nombre. Ocurre en cualquier acera de la calle por la que pasees. En todas. El perro, raza pastor alemán, de notables dimensiones, se abalanza ahora sobre mí. Va suelto y sin correa por la acera. A su aire. El dueño, camina tranquilamente a unos veinte o treinta metros, indiferente, relajado, es evidente que lo que está sucediendo al pavo se la suda. Las normas no están hechas para que las cumpla el más chulo del barrio, parece decir el fulano, mientras aparta la mirada, como si con él no fuera la cosa. Y en ésas estamos, queridos amigos. Haciendo cada cual lo que le viene en gana, imponiendo nuestro natural capricho a los demás, porque donde no hay autoridad impera la ley del más fuerte, del más cojonudo y con la jeta más dura, mientras las autoridades municipales silban y miran para otro lado, con la misma indiferencia que lo hace el fulano del perro. Pensando... en el voto fácil de los ciudadanos en las urnas.

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