Munch, en la playa
Sucedido en la playa de Gijón el día de la exhibición de aviones.
Era verano. La playa repleta de sol, de bañistas... de gente salpicada por la arena, que, vista desde arriba, parecía un traje de lunares rectangulares de colores toalleros.
Yo paseaba por la orilla sintiendo el agua fría del Cantábrico acariciarme los pies y escuchando el estruendo de aviones que se exhibían en un cielo gijonés azul excepcionalmente.
De pronto, un rostro con la cara de “El grito” de Munch irrumpe en aquella orilla alegre y despreocupada. Un hombre desesperado buscaba a una hija perdida... ¡Juliaaaa! ¡Juliaaa! La voz se elevaba sobre el ruidoso motor de los cazas que sobrevolaban lindando la velocidad del sonido para no romper todos los cristales que dan a la bahía gijonesa. Aquellos “Julia” desesperados podían haber hecho un surco bajo los pies de aquel hombre buscando su trozo de vida perdido. Aparecerá, supusimos todos, porque no era un hijo nuestro el extraviado.
Pasaron unos diez minutos y ya todos habíamos olvidado aquel incidente, tal vez cotidiano, en una playa veraniega. Los aviones, las olas, la vida seguía plácida al sol del verano. Pero otra vez se conmovió el mundo al volver a pasar aquel hombre con una niña en los brazos. Nada había más feliz en el universo que aquel reencuentro inesperado.
Julia, aún con un hilo de miedo en la mirada, se aferraba al cuello de aquel padre que resucitara de entre los muertos, feliz como Lázaro aquel día.
Un escuadrón de aviones exhibicionistas lo celebró entonces sin quererlo con unos chorros de humos de colores a ras de playa. El color verde de esperanza tardó más que el resto en difuminarse en aquel cielo azul imperturbable.
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