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Los incidentes de Charlottesville, Virginia

8 de Septiembre del 2017 - Antonio Quintana (Llanes)

Suele decirse que todo se pega menos la hermosura, y, por lo visto, con los países pasa lo mismo que con las personas. Los enfrentamientos entre supremacistas blancos e izquierdistas radicales en Charlottesville, Virginia, son la consecuencia de la absurda y sectaria decisión de retirar la estatua de Robert Edward Lee, comandante supremo de las fuerzas confederadas durante la Guerra de Secesión (1861/1865). Imitando a ciertos munícipes españoles, que camuflan su ineptitud política derribando estatuas y cambiando nombres de calles y plazas, los responsables del Ayuntamiento de Charlottesville han escenificado una astracanada en la mejor tradición “pijoprogre” europea, para contentar no se sabe muy bien a quiénes. Los energúmenos de uno y otro extremo, los estultos racistas y los necios izquierdistas, han utilizado tan lamentable hecho como excusa para liarse a palos, creando un clima de inseguridad ciudadana que ha obligado a las autoridades estatales a tomar medidas drásticas.

No sé de quién sería la decisión última de retirar la estatua, pero como poco debería dimitir, porque haciéndolo ha provocado un problema donde no lo había, dándoles de paso cancha a los violentos de ambas facciones, personas que, a buen seguro, no representan a la mayoría de los estadounidenses. Pero, como suele ocurrir, se les presta más atención a los que la lían parda, por minoritarios que sean, que a los que están por la ley y el orden.

Quitar la estatua de Robert E. Lee es una majadería que demuestra el grado de ignorancia de quien decidió hacerlo. Porque el general Lee, a pesar de su condición de jefe de los ejércitos sudistas, era un hombre bueno, un caballero que no sólo liberó a sus esclavos, sino que intentó impedir la guerra, porque pensaba que, ganara quien ganase, sólo miseria podía traer al conjunto de la nación. Lincoln le ofreció el mando de las fuerzas federales, que Lee rehusó no porque fuera un fanático esclavista como muchos sureños, sino porque, en sus propias palabras, “no puedo volver mi espada contra mi estado natal”. Durante la contienda se significó, además de por sus notables virtudes como estratega, por su humanidad. Al contrario que sus homólogos del ejército nordista, que toleraron e incluso alentaron los desmanes de sus tropas en el Sur, Lee dio instrucciones muy concretas a sus oficiales, conminándolos a respetar escrupulosamente las propiedades de los nordistas, y castigó severamente, en ocasiones con el pelotón de ejecución, a aquellos que incendiaban y saqueaban en nombre de la causa sudista. Mantuvo relaciones muy tensas con el ejecutivo presidido por Jefferson Davis, pues éste no se fiaba demasiado de él, ya que en varias ocasiones había afirmado que la esclavitud acabaría por desaparecer, tanto si la Confederación ganaba la guerra como si la perdía. Por otra parte, Lee había declarado que si Quantrill, considerado un “héroe” por muchos sureños, caía en sus manos, le ejecutaría sumariamente, pues no es más que un criminal que enfanga nuestra bandera con sus viles acciones. Quantrill fue un tristemente célebre guerrillero confederado, responsable de crímenes abominables, en cuyo grupo figuraban tipos tan poco recomendables como los hermanos Frank y Jesse James, los también hermanos Cale, Robert y James Younger, el siniestro Willian “Bloocty Bill” (Bill el sanguinario) Anderson y otros de idéntica catadura. Concluida la contienda, Lee alzó su voz para condenar el asesinato de Abraham Lincoln, del que tenía la mejor opinión como estadista y como persona, y a pesar de que los sureños consideraban a John Wilkes Booth “un héroe y un mártir de la causa”, el viejo general se refería a él como un loco sanguinario que no le había hecho ningún favor a los sudistas, sino más bien al contrario. Así mismo, se opuso con todas sus fuerzas al ominoso “Ku Klux Klan”. Cuando un negro se atrevió a entrar en una iglesia de blancos y ocupar un asiento, todo el mundo se apartó de él, como si estuviera apestado. Robert E. Lee, que asistía al servicio, no sólo se sentó junto al anónimo hombre de color, sino que le estrechó la mano y compartió con él su libro de himnos, lo que fue la comidilla de la prensa sudista durante bastante tiempo.

Lee es el general más querido de la historia americana. Lo ocurrido en Charlottesville habría sido comprensible, hasta cierto punto, si la estatua hubiera sido la del también general confederado Nathan Bedford Forrest, que ese sí era un racista hasta la médula, investigado por el gobierno federal por sus conexiones con el “Klan”, del que llegó a ser uno de sus máximos dirigentes. Incluso se jactaba públicamente de que, llegado el caso, la denominada “Hermandad de la Camelia Blanca”, nombre por el que también se conocía al “KKK”, podía poner bajo sus órdenes a 30.000 miembros.

En su tiempo, Robert E. Lee fue la única personalidad admirada y respetada por igual en ambos bandos. Esta estúpida intentona de borrarle de las calles de Charlottesville, además de ser contraproducente, tiene cierto tufillo que conocemos muy bien por esta vieja piel dé toro, donde un puñado de cantamañanas con mando en plaza, en vez de ocuparse de los múltiples problemas que acucian a los ciudadanos, se dedica a escenificar chorradas semejantes a esta.

No quiero concluir sin comentar un detalle importante. A los izquierdistas radicales que han tomado parte en los enfrentamientos se los califica de “antifascistas”, término erróneamente asumido como sinónimo de “demócratas”. En realidad, la gente de extrema izquierda, los comunistas si lo prefieren así, pueden estar en contra del fascismo, pero desde luego sólo están a favor de la democracia cuando pueden manipularla en su propio beneficio. Si no es así, hacen lo posible por destruirla. Las facciones que convirtieron las calles de Charlottesville en un campo de batalla son, en realidad, cara y cruz de la misma moneda. Por otra parte, si como dijo alguien, lo que defienden los supremacistas blancos es contrario a los conceptos de democracia y libertad bajo los que se fundaron los Estados Unidos, lo esgrimido por esos que se autodenominan “antifascistas” también lo es.

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