España envejece; Asturias, casi un geriátrico
Son conocidos los malos augurios del Instituto Nacional de Estadística (INE) que nos advierte de un colapso poblacional en nuestro país. Lo mismo que dice la OMS: que tenemos una de las peores pirámides de población del mundo, es decir, pocos niños y muchos viejos (más camas que cunas), aunque aquí nadie quiera ser viejo, pero sí cumplir muchos años.
Según el INE, en el año 2029 los mayores de 65 años serán el 25% de la población, y el 34% en el 2064; a todo esto, en el 2016 el número de defunciones superó al total de nacimientos y, por si fuera poco, los jóvenes siguen emigrando.
Estadísticamente, lo previsible es que en los próximos años, en el ámbito nacional, haya en nuestro país más gente que muera de la que nace, como sucede ya en Alemania, Italia, Japón y el este de Europa. Por otra parte, la tasa de fecundidad en España se encuentra entre las más bajas del mundo.
Entonces, ¿cómo vamos a hacer sostenible nuestra pirámide de población? ¿Por qué no hay más apoyo a la familia? ¿Por qué no se incentiva el tener hijos? ¿Quién va a pagar las pensiones? ¿Qué soluciones plantean los políticos? ¿Por qué somos tan ciegos a una situación tan grave?.
Respecto a Asturias, sí lleva camino de convertirse en un completo geriátrico. No tan verde y lozano como dice nuestra literatura -incluso nosotros mismos cuando nos ponemos estupendos- pero social y territorialmente un tanto desorganizados.
Escasean los bautizos, proliferan los entierros y apenas viene nadie a reemplazar a los que se mueren. Resumido el diagnóstico, e incapaz de ofrecer un remedio eficaz a la dolencia me pregunto por qué si el declive demográfico constituye uno de los principales males que nos corroe, no figura en la agenda de todos los partidos políticos. Esta lacra no refleja el fallo de éste o aquél Gobierno, sino nuestro fracaso como comunidad. Porque no es cierto que el problema se solucione con políticas de fomento de la natalidad, cheques-bebé o conciliación de la vida laboral. Eso son únicamente paliativos.
Lo cierto es que, como demuestran los demógrafos y hasta la misma historia, la natalidad desciende con el desarrollo. A mayor nivel de vida, menos hijos. Esparcimos brazos y cerebros por América y nutrimos con fuerza de trabajo las fábricas de Alemania, Francia, Suiza, etc,... Con ellos emigraron óvulos y espermatozoides, y cayó la fertilidad.
Además, nadie quiere hablar en serio de la otra pata que sostiene la población de un país, como es la inmigración. Tema tabú en esta Europa atemorizada ante los invasores de patera, donde el proteccionismo y la xenofobia ganan adeptos cada día. El miedo ha calado en su médula: esas gentes extrañas, en el mejor de los casos, vienen a quitarnos el trabajo. Cosa incierta y ampliamente desmentida por la historia. El inmigrante -o el refugiado- viene a defender su vida y con ello genera riqueza, crea trabajo y procrea hijos.
Los españoles deberíamos saberlo bien: no hace tantos años, el inmigrante era ese señor que te servía el café, o la señora que cuidaba de la abuela y le pagaba la pensión. Y, por encima, hacían repuntar las tasas de natalidad. Lástima que aquel modelo haya tenido los pies de barro (mejor dicho, de ladrillo y cemento).
Confiemos que de todo ello, tomen buena nota los políticos y los problemas demográficos, queden en una simple anécdota.
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