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Ciudades y personas inteligentes

2 de Septiembre del 2017 - Francisco Morán (Gijón)

Desde mi humilde observatorio de la vida urbana de Oviedo y de Gijón, y en cuanto habitante de Asturias, leo recientemente una noticia sobre el uso de la Tarjeta Ciudadana (una alternativa vanguardista en Europa) en la segunda de estas dos ciudades, la aparición de los coches eléctricos y algunos otros aditamentos de lo que debería ser una “Smart city” (o sea, una “ciudad inteligente”).

Y me pregunto por qué no podemos decir lo mismo de nuestros avances en nuestra conducta cívica general (que debiera ser obligatoria en las escuelas) y por qué no podemos encontrar ayuda para volver a los seres humanos más inteligentes y más efectivos cuidadores (y colaboradores) de su entorno.

Porque, hojeando las noticias del mismo periódico unos días antes, me encuentro con la fotografía de unos pedazos de carne atravesados con clavos, listos para ser ingeridos por animales de compañía poco cuidadosos y que, arrojados en las aceras de la calle por parte de algún posible enemigo de los chuchos, por lo visto, han sido recogidos y fotografiados por una de las dueñas de estas mascotas que tanto nos acompañan.

Y me pregunto qué habrá sido de aquel “Progreso moral de la humanidad” que, tal y como se preconizaba, un poco ingenuamente, en algunas partes (por ejemplo, en la Segunda República) en los primeros años del pasado siglo como si fuera una consecuencia lógica (o uno de los elementos) que había de acompañar (o de seguir) indefectiblemente al progreso y al conocimiento científico.

Porque esta ingenua confianza, como decía, que tenían las generaciones que vivieron los inicios de la sociedad española y europea en los principios del pasado siglo XX en un progreso que, al parecer, o no fue nunca, a mi modo de ver, adecuadamente compartido (y expresado con claridad) para el beneficio de todas las personas de bien se suponía que tendría la ventaja (sumamente deseable, todo hay que decirlo) de “esquivar los baches”, por así decirlo, que lo que los hinduistas denominan con el nombre de aquella especie de “oscuridad” que encontraban como predominante, en un principio y por lo común en el cerebro del “mono desnudo”, como dice Desmond Morris, y que los homínidos en general (incluidos los seres humanos) parecemos poseer en nuestro nacimiento biológico en este mundo en una curiosa cantidad “creadora de oscuridad” (tanto interior como exterior, como me gustaría señalar, aunque todo comienza con la primera, como señalaba el Buda Sakyamuni y como señala actualmente Vishnu Lakiani en los Estados Unidos (“Todo comienza en la mente”, decía el primero de estas dos personas) y tal y como señalaron, a mi modo de ver, desde mi punto de vista (aunque no todos lo compartan) con suma agudeza de pluma (y sin afán de diseminar prejuicios) algunos escritores bastante adelantados a su tiempo, como el Conde de Lautréamont a finales del siglo XIX en Francia (aunque el autor era originario de Montevideo), un autor que sobre el que fue llamada tan poderosamente la atención (y tan valorado) por el Movimiento Surrealista a lo largo de todo el siglo XX, o incluso por el Marqués de Sade, podría decirse, al parecer igualmente admirado por ellos, que es mayormente conocido como el propagandista de una ideología de vida ciertamente bastante curiosa, pero, a mi modo de ver, adecuadamente crítica (y desmitificadora), al parecer, de la verdadera realidad de algunas cosas (que conoció gracias al hecho de haber sido educado por uno de sus tíos, eclesiástico de profesión, y con el que fue educado de una manera directa, en la ausencia de sus padres) inexpresable de la aristocracia en la Francia de su época, por lo que tuvo que pagar bastante cara su osadía en la Bastilla incluso después de la Revolución francesa.

Decía que la realidad es persistente en derribar los falsos mitos (y las apariencias de verdad provisionales) de los que los hombres nos vamos dotando en nuestro camino a lo largo de la existencia, pero asimismo me parece de rigor reconocer que tener (o disponer, tal y como sucede ahora con los “smartphones” –así llamados “teléfonos inteligentes”– y con las tablets y otras aparentemente –y posiblemente– ilimitadas posibilidades de la técnica y de sus abusos evidentes, al parecer, para la sociedad, y no sólo a fin de un siglo –o a comienzos del siguiente) únicamente de “ciudades inteligentes”, como se dice (y no asimismo de “ciudadanos inteligentes”, como se podría señalar) yo me temo que creo (o más bien sospecho) que esto no nos hará, desgraciadamente, y no nos volverá necesariamente más sabios y más honestos en cuanto sociedad con el prójimo en general que ahora, a comienzos del siglo XXI, y que, en consecuencia, en ausencia, como decía, de que sin ir más lejos (como se preguntaba Sócrates en cuanto aparece reflejado a través de los “Diálogos de Platón”) podamos llegar a resolver con claridad el famoso problema de si “la virtud es enseñable” (para que pueda ser repetida, imagino, ignoro si a despecho de Nietzsche y otros adelantados a su tiempo a los que tampoco les han hecho demasiado caso, o eso me temo) creo que no sé si no necesitaríamos también disponer, como decía, no solamente de “ciudades inteligentes” (aunque a mí eso no me obsesione), de manera paralela, pero igualmente importante, de “personas inteligentes” igualmente (quiero decir, de lo que podríamos denominar con el nombre de binomio, como dicen los matemáticos, de dos pares de elementos, “Smart cities, smart people”, en lugar de uno solo de ellos y que aparece en el título de esta carta) capaces de usar adecuadamente los logros (y los objetivos posibles gracias a esta clase de Progreso) que, según todas las apariencias, la propia evolución (y las revoluciones, como diría el profesor Thomas S. Kuhn) de la Ciencia y de la Técnica ponen a nuestra disposición (o en nuestras manos). Porque (como decía) mucho me temo que imaginar la existencia de las primeras en ausencia de las segundas siempre me parecerá algo tan defectuoso (y tan perfectible) como, para poner un solo ejemplo, el hecho de fabricar una “silla coja” (quiero decir de una silla de dos patas). Porque (a despecho de algunas apariencias), mucho me temo que nadie se podrá sentar en ella sin caerse.

Sin otro particular, les saluda su amigo,

Francisco Morán

Gijón

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