Mira mis brazos tatuados
Antes, los tatuajes eran como las medallas: sólo las llevaban quienes lo merecían. Las vías para alcanzar tan alta distinción eran principalmente tres: el hampa, el Tercio, la flota o la pertenencia a una de esas tribus que se denominaban "salvajes" y que solían habitar en los trópicos y otras geografías propias de la aventura. El hombre tatuado solía ser un tipo patibulario al que poco o nada le importaban las modas y que solía dar con sus huesos en una fosa común tras una vida repleta de calamidades, humillaciones y alguna otra hazaña.
Sin embargo, a mediados de los años noventa, el tatuaje empezó a ser algo chic. Aunque nada presagiaba la auténtica plaga en que se han convertido nuestros campos de fútbol y nuestras playas en los inmensos catálogos de aberraciones iconográficas. En algunos personajes no hay rincón de la sudorosa epidermis humana que hoy no exhiba una calavera asesina, un águila imperial o la cara de Leo Messi o de Cristiano Ronaldo, un ideograma chino o cualquier símbolo multicultural y primitivo.
Como todo en este mundo contemporáneo, al tatuaje le ha alcanzado la banalización. Entre los dibujos sagrados y proféticos que muestra la piel de cualquier futbolista profesional o pelotari playero, dista un concepto tan difuso como fundamental para comprender nuestro mundo actual: la autenticidad. Recordamos los contundentes tatuajes que exhibía el marinero loco de amor de la copla de la Piquer "...con este nombre de mujer / es el recuerdo de un pasado / que nunca más ha de volver".
El problema del tatuaje ("tatoo", como le llaman las nuevas generaciones sin ningún sonrojo) es que sobrecarga aún más de imágenes un mundo que ya está saturado de ellas.
El hecho de que ya apenas se pueda admirar un cuerpo sin que se interponga un dibujo o caligrafía esmerada y cursi es una verdadera tragedia.
Un ejemplo más del mucho ruido que ensordece nuestro mundo de hoy. Además de un simple y puro escaparate.
José Antonio Gutiérrez González, Piedras Blancas (Castrillón)
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