De partidas, cruasanes, trampas y derrotas
Nada infrecuente resulta en los últimos tiempos oír hablar de la cuestión catalana como una de las más profundas crisis que ha sufrido y aún sufre nuestra sociedad española. No en vano, presenciamos con atención, interés y preocupación un conflicto muy serio, que se viene gestando desde fechas ya lejanas y que reviste una especial gravedad desde el momento fatídico en que se quebrantaron las normas del juego democrático.
Asistiendo al circo que el señor Rufián monta en el Congreso de los Diputados con sus lecciones semanales de impresión de papeletas o contemplando estupefactos el nuevo estatuto de «colegios electorales» que les es propio a ambulatorios y centros sanitarios de la mano del consejero Antoni Comín, cualquiera diría que esta puesta en escena del nacionalismo catalán más desbocado puede ser una verdadera tragedia.
Pero lo cierto es que lo es. La educación, que labra el pensamiento crítico y otorga al hombre los medios para el desarrollo de sus potencialidades racionales y sociales, parece llevar años convertida en el vehículo perfecto de la transmisión de las ideas independentistas, de la perversión de la Historia y del desprecio por lo «español». De ser así, cosa creíble ante las invitaciones que el profesorado ha hecho en los pasados días a sus alumnos, quitándoles los libros de las manos para llenárselas con esteladas y pancartas, estamos ante una contradicción terriblemente dolorosa: predican democracia y llenan las aulas de adoctrinamiento.
Desolador también fue poder escuchar a la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, deplorando las políticas del gobierno central, que «parla de democràcia, pero está actuant igual que la dictadura franquista». Digo desolador porque es esta señora quien parecía sufrir un verdadero episodio de histeria en su esfuerzo acérrimo por conseguir acallar a la oposición política en las sesiones del pleno en que acabaron aprobándose las leyes del referèndum d'autodeterminació y de transitorietat jurídica i fundacional de la república. Legislación, dicho sea de paso, que estuvo metida en un cajón inaccesible hasta que la introdujeron a calzador en el orden del día y en cuya tramitación la susodicha Forcadell auspició la evitación de todo debate político y enmienda. Cosa que, por cierto, sí que parece dictatorial.
Volvemos a decir: desolador, que hable de dictadura quien quitó turnos de palabra legítimos, desoyó a los letrados del Parlament, leyó astutamente entre líneas en las líneas del Reglamento y, en última instancia, presidió la farsa parlamentaria en la que se dio muerte a la vigencia de la Constitución española y del Estatuto de autonomía en sus aspectos más centrales.
Podríamos decir mucho del señor Puigdemont, para quien -quizá no lo sepan- el referéndum, valiéndose de símiles de pastelería, resulta ser «un cruasán bueno para la función que hacen los cruasanes» (sic), e igualmente mucho del señor Mas y del metamórfico partido que ambos han liderado y de la CUP, pero sus propios actos los definen mejor que nuestras palabras. Sí, en cambio, citaremos a una serie de colectivos asturianos de izquierdas que han constituido recientemente una plataforma en apoyo de la presunta «legitimidad» del referéndum. Así dicen: «los conflictos políticos se resuelven con más democracia».
Más democracia es lo que hace falta, efectivamente, señores. Y eso no pasa, por mucho que se llenen la boca de ello ustedes, Puigdemont, Forcadell y todo el panteón independentista, por votar de manera ilegítima. Y es que esta consulta no sólo no posee legitimidad por haber brotado de un parlamento autonómico y no de la soberanía nacional cuando nos atañe a todos, sino porque nos hallamos ante unas urnas que no son colocadas por manos imparciales, que no están reguladas por una Junta electoral -la disolvieron para evitar la multa-, que, en definitiva, no revisten las garantías democráticas.
Claro está que, aunque la historia de Cataluña también ha conocido breves períodos en los que políticamente no se encontraba dentro del Estado español, los mejores años -la mayoría- han sido algunos de aquellos en los que los destinos de los catalanes se han visto en comunión con los del conjunto de la nación. La película de que Cataluña celebra este referéndum amparándose en el derecho de autodeterminación de un pueblo que ha sido colonizado bajo el férreo yugo de la metrópoli no es verosímil. Y tampoco lo es dar crédito a algo que nadie en su sano juicio acepta: que sea posible ganar una partida haciendo trampas, olvidando deliberadamente cuáles son las reglas del juego. Ojalá que esta partida no la pierda España e, incluso con mayor vehemencia, ojalá que no la pierda Cataluña.
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