Viaje hacia la muerte
Todos los días del año se repite la misma noticia: un muerto, dos, tres... o, con un poco de suerte, algún herido o deshidratado cruzando el mar en patera, buscando un mundo mejor o, lo que es lo mismo, un mundo más justo.
Alguien, no sé a quién le corresponde, debería decirles que si este lado del mundo al que acuden arriesgando su salud y su vida fuese justo, no tendrían falta de buscar otro horizonte que, probablemente, sea en parte culpable de su absoluta pobreza.
África lleva años padeciendo guerras, enfermedades, hambrunas. Para hacer la guerra se necesitan armas, que son vendidas por los países «justos», padecen enfermedades y hambrunas porque nadie los educa en cuanto a técnicas de cultivos e higiene, no tienen medicamentos ni hospitales ni un buen techo bajo el que cobijarse. No tenemos tiempo en este otro lado del mundo para dar un poco de paz y alimentos a estos pueblos oprimidos, pero sí para repartir fusiles entre sus gentes, que sembrarán sus tierras de muertos.
Casi todos los días llegan pateras a tierras españolas con un niño muerto entre los brazos de su madre. Parece que los hijos de los demás, sobre todo de un continente pobre, no son tan «importantes» ni tan «queridos» por sus padres como los hijos del continente rico. Los hijos de los desfavorecidos no tienen derecho a una infancia feliz, ni siquiera a una vida más o menos digna. Sólo tienen derecho a la pobreza y a la muerte.
Estos hechos lamentables son, por desgracia, tan frecuentes que llegamos a verlos como algo «normal» de cada día. ¿Estamos ya acostumbrados a la miseria de los demás, de los marginados, de aquellos que pertenecen a un «mundo» que no es el nuestro? Si la respuesta es afirmativa, deberíamos de preguntarnos en qué nos estamos convirtiendo.
Me da miedo pensar que nadie con poder suficiente, sea político, religioso o simplemente «poderoso», sea capaz de conmoverse y actuar para poner freno a tanta crueldad de la que siempre están siendo protagonistas los mismos: los pobres, los desheredados, los olvidados, aquellos a los que se les llega a arrebatar lo último que debe perder el ser humano, que es la dignidad.
Me pregunto cada día si los que vivimos en la «otra parte», en la más favorecida, somos dignos de llamarnos «humanos».
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