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Menéndez de Avilés, América y el patriotismo

16 de Octubre del 2017 - ANTONIO PARRA (CUDILLLERO)

Una de las mayores sorpresas de mi estancia en EE UU fue comprobar la admiración que el pueblo norteamericano (otra cosa es el gobierno) sentía hacia la gesta de los conquistadores hispanos desde Oregón hasta la Patagonia. Tanta fue esa admiración hacia el imperio de Carlos V que los norteamericanos imitaron la divisa de los Reyes Católicos como divisa del escudo nacional. Pintaron, en vez del águila de San Juan, el águila calva de las Rocosas y el epígrafe de una grande y libre la transformaron en el lema "ex pluribus unum", somos uno de muchas partes. Y el yugo de la labor y las flechas del poderío lo transformaron en una aljaba con tres dardos apuntando al vacío. Siempre agradeceré al pueblo norteamericano las atenciones y cuidados que tuvieron para conmigo y mi familia.

Soy admirador de su gran idioma, como licenciado en Filología Inglesa, de su literatura, del pragmatismo de sus costumbres, del amor a su gran bandera que cuelga a la puerta de todas las casas y sobre todo de su gran periodismo y aunque algunos me hayan tachado de anti-yanqui ellos saben muy bien que eso no es cierto, porque mi lema, el que se ha apropiado Trump, "American first", que yo digo "Spain first", radica en la libertad de opinión, regla sagrada del First Amendement de la American Constitution.

Allí la mente es libre y diferentes los pareceres, pero si violas la ley vas para chirona. Y digo esto sin perjuicio de parte al rebufo de la llegada de los nuevos hispanicidas de dentro y de fuera que los servicios secretos de la CIA describen despectivamente como "adoquines" y "bricklayer". Algunos de esos gastan coleta y van de rufianes por la vida, ignominioso apellido y denigrante profesión. Pero los consideran los tontos útiles de cualquier movida y acción exterior.

Un americano de buena ley siempre se cuadrará ante un patriota español que defiende a su país con razón y sin ella tratando de desenmascarar las perversidades de la Leyenda Negra. Eso lo entienden muy bien los norteamericanos.

La proeza de Menéndez de Avilés, que a mí me parece que era pixueto porque su casa solariega todavía guarda el escudo de los Menéndez Merás Palacio Valdés, tiene un cuento precioso sobre la acción del último heredero de la dinastía que un día sube a una barca con la piedra esculpida de su blasón familiar y lo tira a la mar justo en la misma ribera y el embarcadero, en la ensenada del puerto queda ahí para los siglos futuros aunque por desgracia se haya negado a las nuevas generaciones el conocimiento de aquella aventura que llevó nuestra cultura asturiana al nuevo mundo bajo el pendón de Castilla, con soldados y marinos vascos leoneses andaluces murcianos y catalanes.

Ellos, los gringos, tuvieron otra conquista, la del Oeste, pero fue de otra manera y con más medios técnicos, una vez inventado el revólver y los cañones del quince y medio. Y su expansión hacia el Oeste se llevó a efecto sin mixtificaciones de raza o religión. El temperamento inglés o francés es muy diferente al español. Claro que los sioux eran tribus dispersas y no representaban imperios como el de los incas, aztecas y araucanos.

Fueron miles de kilómetros en climas muy extremos y la hazaña sólo se explica mediante dos conjeturas: la aparición del caballo y la artillería ligera (arcabuz, culebrina, lombarda frente a los arqueros indios.)

Pero hubo otra razón, la más poderosa: el mestizaje y la buena disposición para confraternizar con aquellos hombres y mujeres que andaban desnudos por el bosque los cuerpos y las caras pintadas y a los que creían hijos de Dios y redimidos por la sangre de Cristo.

Don Pedro fundó en la Florida dos ciudades, San Agustín y San Mateo, en honor del patrón ovetense y, según cuenta Gonzalo de Solís, esta plaza se rindió a los ataques de los apaches. Los hombres fueron degollados pero se respetó la vida de las mujeres y de los niños. Transcurrido más de un lustro, regresaron los españoles al lugar y el cacique les recibió de manera amistosa. Los convidó a cenar y danzar en torno al fuego después de fumar la pipa de la paz.

Acto seguido, ofreció al recio soldado praviano a una de las esposas de su harén para holgar con ella en virtud del privilegio salvaje vikingo que aún mantienen algunos pueblos esquimales del "jus primae noctis", el mayor cumplido que se podía realizar en obsequio de un recién llegado. La respuesta del conquistador fue tajante y casi admirable por lo insólita: "Soy un hombre casado y nosotros los cristianos usamos de ese privilegio sólo la noche de bodas después de haber sido nuestro matrimonio bendecido por Dios".

Cuesta poco creer tal respuesta en boca de un capitán de los Tercios del rey de España pero conviene recordar que el invitado era un caballero adherido a las reglas del honor y del respeto a la mujer, y que había velado las armas y recibido el toque de varas de la caballería andante.

Casualmente los cronistas de Indias destacan con respecto a tal punto: otra actitud menos trágica y más casual en relación con el sexo; la belleza y la alegría de aquellas vírgenes, no sé si necias o prudentes pero tan "hospitalarias" y dispuestas a hacer un favor a aquellos hombres de a caballo que venían buscando las fuentes de la eterna juventud en el siglo del amor que fue el del XVI, que decían "si Manitú nos lo dio, es para que lo utilicemos". Aquellas tribus a la cópula conyugal la desligaban de cualquier aspecto morboso y lo consideraban un hecho fisiológico sin connotaciones peyorativas y bien se conoce que no tenían miedo al infierno del que tampoco habían oído hablar.

Los encantos de la india Malinche a los que sucumbe el bellotero Hernán Cortés determinaron el éxito de la conquista azteca. Todo por culpa de unos amores. Pueden más dos tetas que dos carretas.

Ahí estuvo la clave del criollismo de la mezcla de razas llevada a cabo por aquellos esforzados caballeros andantes de Carlos V, que saltaron hasta la otra orilla del charco desde las páginas del Amadís de Gaula.

Muchos historiadores negacionistas o de aluvión quisieran ningunearles, en el deseo de que su hazaña no se hubiese producido, pero el gesto quedó ahí para gloria de un rey y una fe que defendieron con su sangre.

Pedro Menéndez de Avilés, cudillerense de pro, pertenece al cupo de los aguerridos hidalgos, de aquella hueste que cruzó los mares por amor de las indias occidentales. ¡Puxa Asturias!

Antonio Parra

Las Dueñas (Cudillero)

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