La envidia

6 de Noviembre del 2017 - fernando martínez alvarez (grado)

Tuvo una hermana cuando todavía era pequeño.

Rey destronado en la vida familiar, rápidamente notó que todas las atenciones ya no iban para él. Una nueva situación había aparecido en su vida, un nuevo estado de las cosas en el que su importancia en la casa, su rango, ya no era el mismo.

Todo parecía haber cambiado y advirtió en sí el malsano crecimiento de un algo nocivo que se adueñaba de él, provocándole nuevas sensaciones, nuevos sentimientos que escapaban a su control. Un algo negativo, una agria emoción que le invadía con la intensidad del desafecto y hasta casi el odio para aquella que le había usurpado su legítimo lugar anterior.

Aquel efecto de violento ataque a su sitio antes ocupado, de derrocamiento y desarraigo, de pérdida de valor, le había ocasionado un nuevo sentimiento de animosidad y antipatía, casi de rencor a la causante de su menoscabo.

El fortuito hecho de la llegada de una hermana había estimulado la aparición de aquel brote de incomprensión de la situación originada, una nueva circunstancia familiar que sería la causa de hacer aparecer en el futuro el aborrecible y mezquino sentimiento que es la envidia.

Sin embargo, con el paso del tiempo, la costumbre de la presencia de su hermana y los intentos de los mayores por hacer que la cuestión mejorara fueron mitigando ese desvío, y ya a cierta edad las cosas empezaron a mejorar y la relación fraternal se reformó, llegando a ser casi buena.

Pero aquella originada forma de reacción permaneció de alguna manera latente dentro de él, encapsulada en su manera de sentir, y perduró, y pasó a constituirse en su modo de respuesta ante otras situaciones similares de pérdida de relevancia o importancia personal que fueron apareciendo en su vida futura.

La envidia, especie de mal, de dañina enfermedad que algunas personas llevan dentro. Esa cierta clase de monstruo interno y dormido, pronto a ser despertado por infinidad de desencadenantes, de activadores, pero todos resumidos en una sola causa: el ansia, el deseo. Ansia de lo que tienen los demás: objetos, estatus social, aptitudes, cualidades o cualquier otra posesión que sea de los otros, de los demás, y no del enfermo mental que es el envidioso.

Combatir este mal es trabajo permanente, arduo, y lo que puede ayudar es la humildad personal. También el autoconocimiento; fundamental esa permanente y atenta observación de uno mismo si se pretende disponer de otro verdadero aliado para combatir tan insana contaminación de la persona.

Si no interviene el raciocinio, la razón, mediando entre nuestros sentimientos y nuestras reacciones serán siempre nuestros actos el producto de haber sido arrastrados por la consecuencia de una eventualidad de quién sabe qué hechos anteriores (incluso a lo peor inconscientes o desconocidos para nosotros), pero que nos ocasionan proceder hoy así.

No llegas a ningún destino si te paras a tirar piedras a todos los perros que ladran.

Fernando Martínez Álvarez

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