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Cataluña: Falacia, demagogia y democracia

27 de Octubre del 2017 - David González Pando (Gijón)

Ni la ciencia puede reducirse al método (científico) ni la democracia al procedimiento (votar). La falacia es un argumento falso, pero que en apariencia resulta convincente. Esta figura ha tomado asiento en el discurso político hasta límites insostenibles. La demagogia es según la RAE una degeneración de la democracia, consistente en hacer concesiones a los sentimientos elementales de los ciudadanos para conseguir su apoyo. Se dirige a esos que aplauden detrás entusiasmados y salen a las calles al amparo de su verdad con las banderas. Por ejemplo, la falacia mereológica (del griego meros, 'parte') consiste en atribuir a una parte de un organismo lo que en realidad corresponde a todo el organismo; es decir; considerar una parte como si fuera un todo (el mandato del pueblo, etc). Si la demagogia se instala como discurso oficial ya no en políticos concretos sino en las propias instituciones, la cosa alcanza magnitud de desastre. Algunas afirmaciones que hemos escuchado en Cataluña son tan manifiestamente falsas, que causa asombro que a quienes las pronuncian no les tiembla la voz ni les toma la cara el rubor por vergüenza, la que cualquier persona cabal experimentaría. El control y uso de elementos de la comunicación no verbal que acompaña estos discursos (apariencia, gestos, mímica facial, aspectos paralinguísticos) no es casual, y las comparecencias en los medios son sistemáticamente arropadas por estímulos contextuales de autoridad que disfrazan la miseria argumental del orador y lo legitiman. Esto nos recuerda a ese gran alemán del bigote recortado y gestos estudiados genialmente parodiado por Chaplin. Hace décadas, Mehrabian demostró que más de un 90% del mensaje del comunicador recae en aspectos no verbales, sobre todo cuando se trata de temas que tienen que ver con los sentimientos o las actitudes. Las falacias, no por ser pronunciadas en discursos pacíficos y felices dejan de ser falaces y altamente peligrosas. La gente se las cree, y cuando se frustran los objetivos imposibles que se anuncian, surgen la frustración y la ira. Podemos entender los nacionalismos catalán y vasco como ideologías que hacen pie en considerar "esencias" lo que no son más que diferencias. Esto se conoce también como proceso de reificación; convertir lo adjetivo en sustantivo, lo circunstancial en nuclear, lo accesorio en fundamental. A partir de ahí se construye el proceso, movilizando ingentes recursos disponibles para la causa, incluyendo los medios de comunicación y la educación, entre otros. La falta de dignidad ha llevado a algunos a meter las manos incluso en lo que más merece de protección en la sociedad, la infancia. Una infamia. No solo hubo adoctrinamiento, sino también moldeamiento social, porque desde el poder se fueron estableciendo nuevas contingencias para que ciertas conductas se hicieran menos probables (utilizar el español, etc.) y otras más probables. La "radicalidad" del nacionalismo catalán no está en la tierra, sino en la idiotez, que es su verdadera raíz de acuerdo a su origen etimológico (idio=propio), identificando a quien solo se ocupa de sí mismo despreciando el interés de los demás. La palabra "radical" es sistemáticamente mal utilizada por nuestros políticos al hablar del independentismo, pues pretenden referirse a lo que representa una forma de fundamentalismo más, el fundamentalismo identitario. Ahora bien; en un mundo global y en una sociedad plural, abierta e inclusiva, ¿qué sentido tiene este fundamentalismo identitario? Solo se explica desde algo tan humano como la irracionalidad, una irracionalidad basada en mitos, ficciones o verdades reveladas que dan asiento a actitudes dogmáticas. Al igual que con premisas falsas no se pueden derivar conclusiones verdaderas, el progreso de los pueblos no se puede alcanzar desde la irracionalidad, pues el valor de la democracia consiste precisamente en su racionalidad, en su seguridad, en su desapasionamiento y en la toma de distancia. De ahí la importancia de respetar las reglas del juego; nuestro ordenamiento jurídico. En democracia, aceptamos los resultados de la mayoría aunque pensemos que esté equivocada. Esto es así porque la votación viene siempre contextualizada por un marco legal que garantiza su validez y, no menos importante, porque viene precedida de una discusión política que permite exponer y debatir las ideas. Lo curioso es que la nación es un producto plástico, una consecuencia de prácticas histórico-sociales y culturales aprendidas, no una entidad natural, como la luna. El estado español es una ficción, una superestructura artificiosa fruto del engaño, la opresión y la manipulación del pueblo durante siglos, pero la nación catalana es una entidad pura, natural, de raíces eternas o antiquísimas; un elemento químico al que conviene con urgencia eliminar impurezas. Un objeto sagrado. Se reivindica el derecho a decidir obviando las preguntas clave: quién y sobre qué; un camelo más, pues tal derecho no existe ni en España ni en ningún otro país democrático europeo. A partir de este mito se invoca la autodeterminación. "Todo el mundo quiere ser independiente" predicaba Mas, confundiendo deliberadamente los planos psicológico y político. La democracia catalana actual está vendida por sus dirigentes y vendada por las falacias en las que se asienta. La opacidad es una característica de los animales, así que la democracia catalana de estas semanas es una democracia animal y apolítica, por opaca y por hacerse al margen del estado y de las leyes. Las urnas opacas no son apropiadas para transportar votos, sino residuos biológicos, y las votaciones apolíticas son apropiadas para enardecer los ánimos y generar conflictos. Nunca existió una nación política catalana y desde la razón no es posible que exista, porque la posibilidad es un concepto retrospectivo. Sin embargo, sí es posible que España vuelva a ser un país importante en el contexto mundial, como ya lo fue. Basta ver la cantidad ingente de energía y recursos económicos y sociales que podemos permitirnos gastar en activar y desactivar causas estériles que no llevan a ninguna parte; construir y derribar, incendiar y apagar.

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