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Bullying para adultos

17 de Noviembre del 2017 - Beatriz García Alonso (OVIEDO)

Últimamente frecuento con más asiduidad de la que me gustaría la cafetería del HUCA, y la tediosa espera a que me den mis resultados semanales me permite “perder el tiempo” observando el comportamiento humano y pensar. Mientras releo una y otra vez la misma página del libro sin prestar atención, una camarera de bandejas recoge la mía sin decir una palabra, con la vista baja y la convicción, asumida y reflejada en su cara, de ser transparente para el resto de personas que toman un café. No espera nada, ni un “gracias”, ni un, “no te preocupes, ya lo llevo yo”. Está acostumbrada a ser ignorada, como una sombra que se desliza sin hacer ruido, sin molestar y sin ser tenida en cuenta. Su delgada cara gris y su expresión taciturna y cansada son un reflejo probable de una vida complicada, no exenta de problemas, y su desencanto por una vida y un trabajo que rara vez ofrece una satisfacción personal. Quizá sería suficiente con que alguien le esbozase una sonrisa y le agradeciese su función, más allá del mísero sueldo que a buen seguro cobra por esta labor.

El caso es que, al igual que el resto, ni me inmuto, apenas levanto los ojos de mi libro y sólo me percato de mi falta de educación y empatía cuando, como una exhalación, ya se ha ido del alcance de mi vista. No me hubiera costado nada mirarla a los ojos o, simplemente, hacer un gesto de agradecimiento ya que mi voz no era capaz de vencer mi propio hastío personal, para salir de mi garganta.

A mi alrededor, la sala diáfana y llena de mesas repletas se transforma en pequeñas burbujas aisladas que la gente no quiere traspasar, para pensar en las vidas de los demás. En ocasiones, en la misma mesa hay varias burbujas que aíslan a matrimonios que nada tienen ya que decirse, sumidos en su propia desgracia familiar o en la de un compañero, amigo o hermano. Y es que a nadie le gustan las desgracias ajenas: la felicidad es contagiosa y atrayente, la infelicidad es una lacra que nadie quiere mirar. Siempre es preferible concentrarse en nuestro egoísmo congénito y no tratar de empatizar con los problemas de los demás.

Es la cultura del triunfador que desconozco si siempre ha estado en nuestro ADN o si, simplemente, es devenir de los tiempos que corren. El caso es que me pregunto si precisamente esto es lo que enseñamos a nuestras nuevas generaciones. Pero lo que sí es seguro es que los niños son el fiel reflejo de nuestra sociedad. Como primates que somos y en estas primeras épocas de su infancia y adolescencia, aprenden, en gran parte por imitación, del comportamiento de los adultos, y la falta de empatía es una lacra que transmitimos de generación en generación.

Nos extrañamos del bullying entre niños sin darnos cuenta de que el bullying para adultos está instaurado en nuestra sociedad de manera natural y ha venido para quedarse. He sufrido bullying en varias ocasiones en mi vida, y sólo una de ellas durante mi infancia. Sin embargo, el bullying que más duele es cuando se es suficientemente adulto como para comprender el comportamiento social, pero incapaz de adaptarse a estas reglas del juego. Tal vez porque a estas edades ya no esperas un comportamiento absurdamente obtuso y egoísta y sobre todo carente de madurez. Para una persona sensible, el hecho de sentirse ignorado o ninguneado en momentos difíciles resulta miserable e inhumano. Pero es muy posible que en la sociedad actual, cuando tus problemas o tus necesidades salpican las vidas de los demás, el egoísmo y la falta de empatía tomen el control del cerebro y actúen como un virus que contagia las neuronas de otra gente. Así, un grupo de personas cada vez mayor se enajena y de pronto el elemento débil del grupo puede ser considerado un foco de desventura y desencanto al que evitar e incluso a eliminar.

Pensando en éstos y otros temas, se me pasó el tiempo de espera hasta que vi pasar una madre con su hijo, el cual portaba un enorme oso al que llevaba agarrado del cuello como a un ahorcado. El niño, con una deficiencia mental, colocó a su amigo en una silla, sentándose él en la contigua, portando una enorme y gratificante sonrisa que hacía sonreír a su madre y a todo aquel que fuese capaz de traspasar su propia burbuja. Aquel niño era capaz de compartir sin prejuicios su felicidad, sin importarle las desgracias contagiosas ajenas... fue el único capaz de ofrecerle todo lo que tenía a nuestra camarera de bandejas, la cual como lobotomizada por el virus de falta de empatía, fue incapaz de mostrar señal alguna de vida.

Curiosamente, el único ser al que no afectó el virus del hospital fue este niño, esperemos que no imite el día de mañana el comportamiento de sus primates congéneres, para que no podamos clamar extrañados, ante la cada vez más prolífica presencia del bullying en nuestros colegios.

Beatriz García Alonso

Oviedo

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