Palabras que brotan, palabrotas...
“El hombre acepta como lógico y razonable todo lo que conviene a su egoísmo, colocándolo por encima de la realidad”. (Blasco Ibáñez, “Los cuatro jinetes del Apocalipsis”).
Una suerte de epidemia se desarrolla ya sin remedio: es la tendencia a convertir todo en superlativo, en vocablo grueso. Con la matraca monotemática de la secesión sediciosa, como ejemplo, hemos asistido a cruces de vocablos acusadores que más valdría no desenvainar en vano. De uno y otro lados se arrojó munición sin miramientos: “fascistas”, “nazis”, “franquistas”, “golpistas”, “apaleamientos”, “tortura”, “presos políticos”... pero ni así la situación mencionada tiene el patrimonio de ese gigantismo desmesurado que se le quiere aplicar a todo. Desde la irrelevante información deportiva que convierte en genio a quien da un buen pase de casi gol hasta el panorama dantesco por una rama caída en el parque, los informativos de palabra y papel sueltan sus huevas como plaga de sarna. También a pie de calle, claro, o de tuit. El examen de cuarto es superdifícil; la violencia machista, genocidio; los jabalíes, alimañas; los osos, monstruos asesinos, y el frío de noviembre, temporal siberiano. ¿Alguien da más?
Hay un uso, digamos innoble, cuando existe causa de por medio. La retórica del oprimido se llama. La victimización como estrategia de triunfo. Si el enemigo, que ya no oponente o rival, es un nazi de la ETA iraní ya no hay nada peor que se pueda ser en la vida, excepto creativo de anuncios de perfume con frasecita en inglés. Y conviene puntualizar que quien perciba ese daño descomunal de bomba atómica sin anestesia sea una buena persona, pensionista que paga sus impuestos y pasea por la vereda procurando un mundo mejor para todos. Y así las cosas, nos vamos acomodando a que ser nazi es no ceder el asiento en el bus, y genocida espantar a una mosca o comer mejillones. En estos días de fascistas criminales han tenido que dar un paso adelante algunos viejos presos del franquismo, por ejemplo, para poner las íes bajo sus puntos y categorizar las cosas con conocimiento de causa; aunque me temo que quienes esgrimen ciertas chorradas no están por la labor de atender explicaciones; pocos consienten que la verdad derribe sus ilusiones.
Dice Shakespeare, en “Macbeth”, que una historia contada por un idiota es una historia llena de ruido y furor pero vacía de significado. Convendría que todos cuidáramos las palabras, y a las palabras. No encontrar camiseta de la talla del sobrino no es equiparable a la II Guerra Mundial. Hay que resistirse a esa caída general al subsuelo, a la viruela de la puerilidad, al pensamiento corto y a la simpleza como su forma de expresión. Dicho queda.
José Luis Peira, Oviedo
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