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Hablemos de lo que importa

29 de Noviembre del 2017 - Maria de los Remedios Vázquez González (Oslo)

El mundo necesita más profesores de armonía.

Alguien debería decírselo a los políticos, porque todos los niños del mundo deberían tener uno, al menos.

Los profesores de armonía te enseñan que un buen trabajo tiene que ser bello, bueno y honesto; no permiten los atajos, ni las trampas; no se puede copiar el trabajo de otro alumno, ni descargarte las respuestas de internet.

Los profesores de armonía te enseñan a estudiar y comprender a las personas que vivieron hace mucho tiempo y aprender cómo hacían las cosas; luego te dan una melodía y tienes que escribir una pieza musical pequeña siguiendo las reglas de otro con respeto; la pieza final es tuya, pero no debe sonar como tú, si lo haces bien; has de escribir sin ambición, sin excusas y sin mentiras y, antes de intentar innovar, tienes que aprender a escuchar.

En clase de armonía no importa si tus padres tienen dinero, sólo necesitas papel, un lápiz pequeño y una goma de borrar muy grande; no importan ni tu edad, ni tu género, ni tu color, ni tu popularidad. Si no tienes un gran carisma ni un gran talento (si es que esas cosas existen siquiera), tampoco importa; lo que necesitas es esfuerzo, concentración y tiempo, y eso tus padres no te lo pueden comprar.

Yo tuve uno, hace mucho, mucho tiempo. Cuando estudiaba en el Conservatorio Julián Orbón, de Avilés.

Ya veis, fui una niña así de afortunada, aunque no lo sabía por aquel entonces.

De lunes a jueves me pasaba las tardes entrando y saliendo de su aula con vistas a la plaza y a la Casa de Cultura. Nunca me regaló un aprobado ni me perdonó unas quintas paralelas, creo, pero tuve tanta suerte que lo que me regalaba eran minutos entre clase y clase para llenarme las partituras de tinta roja. No existe una persona en el mundo que me haya encontrado tantos errores y, a la vez, que nunca jamás me hiciera pensar que no era capaz de conseguir lo que me propusiera; ni un grito, ni un insulto, ni una humillación, ni una mala cara, ni un solo por una clase particular. Se tragó los peores años de mi adolescencia, de lunes a jueves, con una eterna sonrisa y su santa paciencia, un día detrás de otro, mientras yo me resistía como un gorrino camino del matadero, y trataba de salir temprano, o escaparme a la torre con un buen amigo a porfiar sobre nuestros pequeños problemas. Claro, todavía no conocíamos los problemas de verdad, y lo complicado que era lo que se nos venía encima.

Aun recuerdo la primera vez que me devolvió un ejercicio sin faltas, y su "Bueno, pues ahora es cuando tienes que trabajar en serio".

Tenía razón. Lo que vino después fue difícil: la universidad, las oposiciones, el doctorado, el mercado laboral, ser yo la profesora de composición musical, las crisis, la emigración, el abrirte camino donde nadie te conoce... Pero ya me habían enseñado a estudiar en los autobuses, escribir en las cafeterías y dormirme con los apuntes sobre la cara.

Hace unos meses, estaba yo presentando una partitura en una sala llena de compositores en Oslo y, mientras hablaba, vi que entre mis notas se habían colado un par de quintas donde no debían. Paré, saqué mi tinta roja y las marqué para corregirlas más tarde, pero no pude, tuve que corregirlas antes de pasar la página.

Mientras, los compositores decían: "Pero si ya has impreso la partitura", "no vas a volver a hacerla", "da igual, nadie se dará cuenta", "¿qué más da? Sólo lo sabes tú, déjalo pasar"...

Y ahí, entonces, me di cuenta de una cosa muy importante:

No sólo tuve la fortuna de tener un profesor de armonía, que no es poca suerte; Tuve, además, a uno de los buenos. A uno de los que no puedes engañar ni 20 años después de haber salido de su aula. De los que no dejas atrás ni aunque estés a 5.000 kilómetros.

Eso es lo que yo recuerdo del conservatorio de Avilés, al menos, es con lo que me quedo. Con eso, y con muchas cosas buenas. No porque no conozca ninguna mala, sino porque no son las que importan.

¿Y si dejamos por un momento de dirigir la atención hacia los aspectos del conservatorio que no importan? ¿Y si dejamos que los jueces hagan su trabajo y que, en general, todo el mundo haga su trabajo? ¡Hay demasiado trabajo por hacer!

Y, no os olvidéis: el mundo necesita más profesores de armonía de los buenos, a poder ser. Decídselo a al primer político que veáis, porque muchos no lo saben.

Avilés tiene uno ¡uno de los buenos! El mejor, hasta donde yo sé, y conozco a muchos. Se llama Antonio Díez Gómez, y sigue esperando por quien quiera aprender (o, como yo, se deje enseñar a regañadientes) en su aula con vistas a la Plaza Domingo Álvarez Acebal.

Pues ya sabéis; papel, un lápiz pequeño, una goma de borrar grande, y ¡a trabajar!

María de los Remedios Vázquez González, Oslo

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