El reino de la posverdad
Frente al problema catalán que nos asedia en las últimas semanas, y dada la necesidad impostergable de establecer puentes de diálogo y entendimiento con el fin de encontrar vías paras resolverlo a satisfacción de las partes implicadas, me gustaría preguntar si, dada esa necesidad perentoria (y que se echa de menos demasiado frente a la parcialidad y crispación reinantes), me gustaría preguntar tanto a Oriol Junqueras como a Lluís Llach o a Carles Puigdemont si son “hombres de palabra” u “hombres de palabras”.
Parece que la declaración de una “República Independiente de Cataluña”, que tanto parece seducir actualmente a los actuales representantes de la Generalitat, que parecen querer “verla negro sobre papel blanco” al precio que sea (incluso al precio de maquillar los resultados electorales y/o los pasos previos necesarios en el Parlamento catalán) me hace reflexionar que un diálogo bien conducido, por parte de personas responsables, requiere de los primeros más (mucho más) que de los segundos, es decir, requiere de “hombres de palabra” por encima (y más allá) de su necesidad de “hombres de palabras” (y yo espero, por el bien de Cataluña, que sus actuales representantes de la Generalitat no sean de los segundos).
Porque la tergiversación permanente, en las escuelas de Cataluña, de la “Historia de Hispania” (como me gustaría denominarla aquí), incluida la de Asturias (que convierten a Pelayo, por ejemplo, en un mito monárquico –o franquista– sin verosimilitud alguna) nos devuelve al problema recientemente diagnosticado de la “posverdad”, como uno de sus ejemplos, llevada a cabo sistemáticamente a lo largo de cuarenta años de democracia (que parecen haber durado minutos en comparación con la longitud insoportable de la dictadura que los precedió), ha acabado por producir sus frutos en la idea de que una “República Independiente de Cataluña”, un poco a la manera de los ideales de Sabino Arana en Euskadi, sería la solución definitiva de todos los problemas de los (y las) catalanes (y catalanas) en Europa.
La filosofía de la “posverdad” me parece perniciosa, porque parece que, ahora, resultaría posible “crearse una verdad” (sea en terrenos como la política, la historia, la poesía, la filosofía o incluso la ciencia, si forzamos las cosas) a la medida de cada uno, con el consiguiente desmedro de la objetividad, la racionalidad y la verdad misma, y atrincherarse con ella (al igual que el asesino de más de sesenta personas en EE UU) frente a toda recusación, por muy justificada que ésta sea, y todo ello teñido con el boato que parezca menester. ¿Es ésta la situación en el caso de los actuales representantes de Cataluña? Espero sinceramente que no, porque creo que el reino de la “posverdad” no beneficia sino a los detentadores (y los dueños) de los medios de información (o desinformación) y los partidarios de una “historia a la carta” que solivianta a todas las personas de bien.
Me gustaría añadir que los que tienen que recurrir a la “posverdad” a la hora de enseñar, de informar o de divulgar, son precisamente aquéllos a los que no los beneficia la verdad (“A río revuelto”, decía un antiguo refrán, “ganancia de pescadores”), es decir, que creo que se desautorizan a sí mismos ya exclusivamente por recurrir a ese expediente tan poco ético, y eso es precisamente lo que me preocupa en este caso. Porque creo que los “intereses de la verdad” están por encima de cualquier causa, sea una nación, una tierra o un Estado propio (aunque la persecución de la utopía se conoce desde Tomás Moro y de los socialistas utópicos, pero no es el único objetivo importante que se conoce, si dejamos aparte la posibilidad de su realización efectiva). Éstas son las reflexiones que me gustaría hacer en este momento de la “historia de la transición” (o, mejor dicho, de la democracia en nuestro país). Y espero que no caigan en saco roto, sino que nos hagan reflexionar a todas las partes.
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