Con la ley en la mano
Según nos cuenta la historia de EE UU, y desde siempre nos ilustran las películas de western, cuando en el Salvaje Oeste (entre 1860 y 1890) se producía cualquier situación comprometida para el orden público aparecía enseguida la figura seria y adusta del sheriff. Con una sola frase de peso dejaba caer su imponente autoridad sobre todos: “Yo soy la ley”.
Esas cuatro palabras, cual mágico mantra, ponían a todo quisque en su lugar, haciendo que la calma y buena vecindad reinaran de nuevo.
Hoy las cosas han cambiado y nuestra convivencia está dirigida por una serie interminable de normas y disposiciones que resultan todo un universo: la Constitución, tratados internacionales, leyes orgánicas, leyes ordinarias, reales decretos ley, reales decretos legislativos, reglamentos del Gobierno, estatutos de autonomía, leyes de las comunidades autónomas, reglamentos de las CC AA, decretos de las CC AA, resoluciones de las CC AA, órdenes de las CC AA...
Al abogado don Legalino Fuerte Derecho es indudable que no le supondrá un gran quehacer discurrir por los interminables entresijos de tanta letra jurídica, habida cuenta de que dispondrá en su bufete de una potente herramienta informática que le hará hacedero el itinerario por tan intrincado rompecabezas legislativo, indicándole las normas relacionadas al caso que le ocupe.
En cambio, un individuo del común no es más que una suerte de desvalido Pulgarcito sin miga de pan alguna que le marque el rastro por el enmarañado bosque normativo.
La vigencia de las reglas es tan insignificante que una ley que es hoy promulgada se transmuta al año siguiente con un “texto refundido”; de tal decreto se publica una alteración o se deroga un artículo concreto. También un solo apartado de algún artículo o, ya para colmo, un “párrafo en el que se decía, debe decir...”.
Yo tendré que hacerme cliente de don Legalino, pero compadezco a la gente que se presenta a oposiciones.
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