Cataluña, del prestigio proverbial a la paranoia colectiva
En un libro estupendo sobre Portugal, que se titula “Portugal”, su no menos estupendo autor, Miguel Torga, para describir el prestigio que tienen Oporto y sus naturales en todo el país luso escribe: “Así es como yo entendí el Oporto de mis veinte años, y, desde entonces, poco he avanzado. Lo único que he conseguido es ampliar su mítico horizonte mediante una limpia y honesta meditación”.
En este sentido, lo que más me ayudó fue la actitud del señor Agostinho Peixoto, que tenía una tienda de comestibles en mi aldea. Otros hombres más sabios y más ilustres me dijeron también, evidentemente, cosas bonitas y profundas sobre esta ciudad y su gente. Pero eran hombres sabios e ilustres, los menos indicados para hacer ciertas aclaraciones. Por eso mis oídos se abrieron más a las sencillas palabras del tendero.
–¿Es de confianza? –le preguntaban los parroquianos.
–¡Es de Oporto, coño! –respondía él enfadado.
Como se ve, para los portugueses, lo de Oporto y los portuenses es bueno, de calidad, “va a misa”. Y como por analogía, mutatis mutandis, Oporto se considera la Barcelona de Portugal y su amplia comarca, la Cataluña lusa, por eso se puede hablar en este contexto del prestigio de lo catalán y los catalanes, que hasta hace poco ha sido proverbial. “Es catalán, ¡coño!”. En Barcelona, y por extensión Cataluña, estaban las mejores manufacturas, los incontestables comerciantes y negociantes cumplidores, las marcas industriales fiables, los mejores médicos –los más prestigiosos psiquiatras, por cierto–, los buenos profesionales, los avanzados creadores y los geniales artistas.
Pero todo eso parece que se deshincha con rapidez, como un globo que pierde altura y pone en peligro a sus ocupantes y a los que estén en la tierra donde acabe cayendo. De Cataluña y de muchos catalanes nos llegan ahora sobre todo mentiras, tergiversaciones, engaños, trampas, chanchullos, disimulos, fingimientos, huidas, fraudes, perjurios y toda suerte de conductas que pretenden justificar lo imposible y que sólo parecen admitir una lógica paranoica y una emotividad maniaca, una locura colectiva que como todos esos fenómenos sociales, de tan malísimo recuerdo, necesitan inventarse un enemigo en el que proyectar todas su psicopatología: España, en este caso. Y de nada parece que puedan servir sus hasta ahora prestigiosos psiquiatras, porque ese amplio sector de población catalana no tiene en absoluto conciencia de estar enferma y no quiere ni admite médico alguno.
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