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UNA HOJA DOS PÁGINAS

5 de Febrero del 2018 - marino iglesias pidal (Gijon)

Es la más arrecha de las realidades. Puedes escribir lo que quieras y como quieras, bien menudo y apretado para que quepa más, limpio y claro o con garabatos y borrones que no entienda ni Dios, pero no hay más. Cuando estás en la primera página, y aun no muy avanzada la segunda, no piensas en el final, pero cuando te acercas al borde y verdaderamente tomas conciencia de que, por mucho que tengas que decir, se te acaba el papel donde escribir ...

C´est la vie, que diría Macron.

Pierde su mirada en el revoloteo que se delata saqueando la higuera que verdea sobre el paredón de La Millones, en la acera de enfrente... En la puerta aparece la mujer precedida de su hijo. Lo retiene un instante por los hombros al tiempo que se inclina ligeramente ofreciéndole la mejilla para un beso.

Mientras lo ve salir y caminar calle abajo, le hace un repaso de pies a cabeza: zapatos negros bien lustrados, calcetines grises con rombos más oscuros, pantalón jaspeado en el mismo tono por encima de la rodilla, chaleco azul de punto, camisa blanca...Y cabello peinado a raya impecable.

Son de la misma edad, pero El Pirucho nunca participa en los juegos de la pandilla. De hecho sólo se le ve fuera de casa en su camino de ida y vuelta al colegio de jesuitas en el que estudia. Su padre, siempre trajeado, corbata y cuello duro y, al igual que su hijo, zapatos brillantes en los que uno podría verse reflejado.

Cuando él fuera grande ...

La orquesta: poderosa. La acústica: extraordinaria. Tal vez por ello la discordante música interpretada por la naturaleza resultaba sobrecogedora.

Los instrumentos de agua baleaban desde el cielo percutiendo con fuerza sobre la tierra. Los de viento hacían solos aullantes que arremetían contra todo lo que interrumpía su paso y adoptaban afiladas formas capaces de penetrar por la rendija que ofrecían las destartaladas hojas de su ventana. Flageladas por una centelleante batuta de mortífero mensaje, restallaban horrísonas descargas eléctricas que estremecían el ser. Era tal el ímpetu de la tormenta que parecía como si el cielo... o el infierno, pretendieran significar aquella noche.

Se apretó a sí mismo abrazándose con fuerza entre las mantas mientras su pensamiento se escabullía en la tempestad buscando la sonrisa de la muchachita que, en la escuela, se sentaba en el banco de delante.

Cuando él fuera grande ...

La orquesta, desfogada, rendida, permite a la tierra la gratificante laxitud del silencio, complaciente cicerone de su ensueño.

Un inmenso lago de verde quietud se extiende en derredor buscando el prístino azul con el que se funde en radiante y lejano abrazo.

Podría caminar en cualquier dirección, tanto como quisiera, sin que obstáculo alguno significara la posibilidad de un tropiezo. No importaba que lo hiciera con los ojos cerrados, dejando atrapada en su retina la excelsa imagen que a ella se ofrecía.

Una extraña energía lo impulsa a correr inundándolo de alegría. ¡Y corre! ¡Corre! Hasta que la carrera lo conduce al éxtasis de una increíble levitación. Su cuerpo, ingrávido, sólo necesita el impulso del deseo para salvar distancias; el paisaje, la fuerza de su imaginación para poblarse.

Cruza fértiles praderas salpicadas de apacibles rebaños de diferentes especies, cálidos desiertos de suave y hermosa topografía, exuberantes selvas tropicales rebosantes de luminoso verde adornado con aves de infinita policromía, ríos que cantan entre guijos la alegría de su virginidad o muestran transparentes remansos con inquietos destellos de vida plateada entre sus aguas... Sobrevuela mares y océanos para recorrer continentes. Quiere conocer otras culturas mezclándose en la cotidianidad de sus gentes.

Deambula por populosas calles cargadas de un exotismo multicolor sorprendente que va dejando a su espalda para adentrarse en otras más íntimas.

Poco a poco la, en principio, grata intimidad se va transformando en inquietante soledad, al tiempo que las calles se hacen más angostas y opresivas. Quiere volver atrás desandando el camino, pero el camino sólo se deja andar, siempre es una ida, nunca un retorno. Es ahora la angustia lo que le hace correr tratando de huir de aquel entorno extrañamente amenazante en su carácter pasivo e irreversible.

El cansancio reduce la velocidad de sus piernas hasta convertir la carrera en penoso y lento caminar. Se detiene contra una pared dejando resbalar por ella su espalda hasta quedar tendido en el suelo. Se encoge sobre sí mismo abrazándose con fuerza, tratando, inútilmente, de cerrarle el paso a la fría sombra que quiere poseerlo.

Siente lejana la ronca manifestación de una tormenta a la vez que un repentino escalofrío recorre su espina dorsal haciéndolo estremecer. Sus manos buscan instintivamente la ropa de cama que lo proteja, cubriendo incluso la cabeza. Las articulaciones oponen una desconocida resistencia al movimiento. Seguramente, en algún momento, se habrá destapado y el frío de la noche le ocasiona esa rigidez. No sin cierta dificultad logra estirar las piernas. Comienza a masajearse los muslos, tan flacos... ¡Dios! No acaba de sentir ágiles sus miembros, ni entonados los músculos... Esta noche...

- ¡Pero bueno, señor Marino! ¡Se va usted a ahogar!

Quién habla.

Una mano lo mueve agitando levemente su hombro.

- Vamos. Saque esa cabeza. Ya es hora de levantarse.

No es el tratamiento ni la voz de su madre...

Hace un tímido movimiento para bajar ligeramente la ropa de cama y acomodar la cabeza en la almohada.

¡ROOOUUUN!

El brusco enrollamiento de la persiana da paso a una intensa claridad que lo deslumbra. Parpadea varias veces intentando que sus pupilas se adapten a la repentina luz, algo que no parece posible pues, a pesar de no sentirse ya deslumbrado, no consigue precisar el contorno de las cosas que lo rodean.

De nuevo se deja oír la misma voz.

-Tenga, póngase los lentes y no intente bajarse de la cama sin ellos.

Nota el roce de los anteojos en sus dedos. Los toma para hacerlos cabalgar sobre la nariz, acomodándolos cuidadosamente mientras un temor intenso, síntoma de atroz presagio, lo hace dudar antes de abrir los ojos. Se decide al fin. Los deja clavados en la pared que, con toda claridad, ve frente a sí. Los latidos del corazón retumban en su cuerpo amenazando con hacerlo reventar, mientras su mirada desciende lentamente en busca de las manos que se extienden temblorosas ofreciéndose con la palma hacia abajo.

Un ahogado sollozo convulsiona su garganta. Insubordinados lagrimones difuminan la impactante visión de descarnados tendones cruzados por azuladas ramificaciones bajo una piel flácida, casi transparente, salpicada de avellanadas máculas.

No hice sino soñar

Y esperar para vivir

Y cuando quise empezar

Desperté para morir.

Son nuestras ansias tan determinantes en la percepción del tiempo, que podemos reducir una vida a la noche en que soñamos vivirla.

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