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EN EL SILENCIO DE LA CAPILLA

13 de Febrero del 2018 - Marino Iglesias Pidal (Gijon)

Nunca he sido un gran conversador. Excepcionalmente, si llego a encontrarme con algún interlocutor sui géneris, puedo, entonces, incluso perder la noción del tiempo debatiendo. Pero, en todo caso, también en los diálogos considero multitud a más de dos, y las multitudes no son de mi agrado. Por eso, cuando me encuentro en un ambiente donde son más las personas que los metros cuadrados, si tengo oportunidad, escapo.

En la sala de espera del servicio de oncología no soportaba estar. Y no ya por el número de personas, sino porque entre ellas siempre se encontraban más de un lorito ignorante, desdeñoso hacia la actitud recogida de enfermos y familiares, y pacientes que entendían su enfermedad como sinónimo de heroicidad y se veían a sí mismos como épicos luchadores de valor sin par, un valor que yo no veía por ninguna parte en el hecho de someterse, sin más, a las decisiones de los médicos. Ambas posturas me resultaban, cuando menos, incómodas. Así que el tiempo entre la extracción de sangre y el momento de la consulta, y entre ésta y la aplicación del tratamiento, periodo este último no inferior a dos horas, sin fuerzas para pasear, me acercaba hasta la capilla del tanatorio, a menos de cien metros frente al hospital.

No me llevaba hasta allí una fe de la que carezco. Era el deseo de tenerme a mí mismo como única compañía.

La capilla era amplia, austera y escueta en su dotación de símbolos religiosos. Nunca coincidí con alguien en ella. El silencio era prácticamente total.

Me sentaba en el último banco, primero para mí, puesto que era el más próximo a la puerta. Entrelazaba mis dedos reposando las manos entre las piernas, cerraba los ojos y seguía la trayectoria del aire que respiraba, desde la nariz hasta el fondo de los pulmones, sentía como se hinchaba mi vientre empujado por el diafragma para, a continuación, seguir la expiración.

Abría los ojos, y me movía para mirar el reloj, cuando suponía transcurridas dos horas o algo menos. Hubo una excepción en esta conducta reiterada.

Percibí un ruido leve. Fue el característico de un dispositivo mecánico al iniciar la marcha, seguido de un roce entre elementos metálicos no muy bien engrasados. Miré en derredor buscando la causa. Tardé unos segundos en encontrarla porque unos segundos demoró en descubrirse.

Delante del altar, en el espacio que mediaba entre éste y la primera bancada, se estaba abriendo hacia el exterior una doble compuerta en el suelo. Observé cómo, abierta la compuerta, iba emergiendo, lentamente, un ataúd que fue elevándose hasta quedar inmóvil a un metro del piso. No sé el rato que permanecí abstraído en su contemplación. En un momento impreciso, la tapa del cajón comenzó a abrirse y, en mi pecho, latiendo conmigo, se inició el redoble de un tambor que sonaba tal como si se fuera acercando desde la lejanía.

Quién sabe lo que hizo que me levantara y avanzara hacia el féretro cuando la tapa quedó inmovilizada en la posición de su máxima abertura. Dentro de mí, el tambor amenazaba con reventarme cuando incliné el tronco ligeramente hacia delante para mirar dentro de la caja mortuoria.

No perderé el tiempo tratando de buscar palabras, que sé no voy a encontrar, para describir el choque emocional que sufrí, simplemente diré que el deseo de estar a solas conmigo mismo no habría podido cumplirse en mayor medida.

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