Una conducta a corregir
Es conocido que los países más desarrollados, donde sus habitantes gozan de un mayor nivel de vida porque disfrutan de unos eficientes servicios sanitarios, educativos, culturales, sociales en suma, son aquellos en los que desde niños, adquieren conciencia de que todo eso se debe a que, junto al ejercicio de sus derechos como ciudadanos, también tienen que cumplir obligaciones, marcadas y establecidas por las normas y leyes que libremente se han dado y que quedan explicitadas para su observación en el ordenamiento jurídico de sus respectivos países. Y además, también sabemos que esa situación, de la que están orgullosos, les produce un envidiable sentido patriótico.
Pero España sigue siendo diferente, y con una escasa cultura democrática y ciudadana existen muchos compatriotas que siguen pensando, diciendo, e incluso alardeando, que como la política les parece un asco y un asunto sucio propio de corruptos y gente sin escrúpulos que van a lo que van, -y lamentablemente hay muchos ejemplos que así lo corroboran- ellos pasan de todo y que de esas cosas de la política, que se encarguen los políticos, porque para eso cobran, gozan de singulares prebendas y privilegios y son personajes inmunes y, en no pocos casos, hasta impunes.
Esta actitud, por desgracia bastante generalizada, no se sabe bien si se debe a ignorancia, a simple desconocimiento o, posiblemente, a algo más grave cual puede ser a una postura egoísta de negarse a asumir o adquirir ningún tipo de compromisos que pueda alterar o complicar su cómodo estatus y ritmo de vida.
SUMARIO: Una reivindicación de la actividad política ante los desafíos a los que se enfrenta la sociedad española
Pero ello no es correcto. No es posible “pasar” de la política, por mucho que los acontecimientos, los comportamientos o las formas de actuar de muchos políticos de ambos sexos, nos induzcan nauseas. Todo es política. ¿O es que los que dicen eso de que no quieren saber nada de ella, no les preocupan los impuestos que pagan, sus futuras pensiones, el rendimiento de sus ahorros, el estado de las carreteras, la educación de sus hijos, la asistencia sanitaria, la seguridad en las calles, la carencia de empleo, los precarios salarios, la escasez de viviendas asequibles y tantas y tantas otras cosas?
En España, y dejando a un lado en este tiempo concreto que nos toca vivir el pandemonium de la situación de Cataluña, falta una mentalidad, un impulso ciudadano de participación y compromiso a todos los niveles. Y no solo en la cosa pública, sino en el conjunto de la sociedad: en lo político, en lo cultural, en lo sindical o empresarial, en lo educativo e, incluso, en las entidades tanto civiles como religiosas de asistencia a los necesitados, que son las que complementan la labor del Estado. En definitiva, existe una resistencia a crear y mantener un tejido social y participativo que articule una sociedad civil, capaz no solo de servir de estímulo y apoyo a los diferentes gobiernos, sean del color que sean, sino también de freno y exigencia a los mismos, ya sean locales, autonómicos o central.
¿Estaremos en vísperas de vernos abocados a una nueva versión de la “España invertebrada” a la que se refería Ortega y Gasset cuando en 1921 publicó su libro con este título? Es cierto que el aspecto a que aludía Ortega de los “compartimentos estancos”, según el cual nuestra sociedad estaba infectada de particularismo o, en otras palabras, que los intereses grupales de las distintas partes de la nación –Iglesia, Ejército, Justicia, Gobierno,…- primaban sobre el interés colectivo, propiciando conductas endogámicas favorecedoras de aquellos está superado, pero no es menos cierto que hay un punto en el que la tesis orteguiana no solo podría tener vigencia, sino que el estado de cosas al que estamos asistiendo, bien podría decirse que se ha agravado. El actual “Estado de las autonomías” que, aunque con innegables logros, ha generado tensiones y conflictos desde el primer momento, en los últimos años ha alcanzado grados alarmantes, hasta el punto de constituir una auténtica amenaza de invertebración o, incluso peor, de desvertebración de España.
En el caso de Cataluña, los hechos hablan por sí solos: un proceso secesionista galopante de muy difícil y compleja solución, ¡ojalá reversible!, que no sabemos cómo va a terminar. A la sombra, pero no larvado ni dormido, el de autodeterminación del País Vasco. Ambos, especialmente el primero, constituyen expresión de beligerancia inadmisible dentro de un Estado constitucionalmente establecido que hasta ahora se ha caracterizado por un continuo intento de racionalizar los conflictos con el decidido y enérgico apoyo judicial. Pero hay mucha incertidumbre en el horizonte. Y no menos preocupación.
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