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Necrológica: Vicente, «El Morico», una estirpe que se acaba

26 de Febrero del 2010 - Celso Peyroux (Teverga)

Se me fue de las manos y de la vida para siempre Vicente, «El Morico», «con quien tanto quería» (tomando prestada la dedicatoria que Miguel Hernández –este año se conmemora el centenario de su nacimiento– hacía a su amigo del alma Ramón Sitjé en una bella, profunda y dolorosa elegía).

Su primera imagen me llega a la memoria, hace ya más de medio siglo («… el tiempo come la vida…», Charles Baudelaire), cuando al volante de un pesado y viejo camión bajaba hasta Trubia el carbón de las minas de Ventana. Al fondo de la «rampla» de Fresnedo aparcaba el vehículo y subía a pie hasta el pueblo donde vivía Alicia, la guapa moza que el buen mozo de Proaza cortejaba. Alegre, recio, tez bruñida por los vientos del puerto, la lluvia, la nieve y el sol; con una sonrisa siempre prendida en los labios y su «farias» en la boca. Así lo recuerdo.

Subtítulo: Al volante de su pesado camión bajaba hasta Trubia el carbón de las minas de Ventana

No había apenas coches, ni taxis y sólo un autobús que salía hacia Oviedo a las siete y media de la mañana y regresaba casi doce horas después. Es decir, todos a pie, en bicicleta, a lomos de burros y caballos, en las incipientes vespas y… en el camión de Vicente, «El Morico». Siempre había un sitio en su cabina y si no en la caja hubiera mineral o estuviera vacía. Como él otros conductores, pero no siempre tan generosos y desprendidos.

Es ésta una necrológica dedicada con amor a un amigo del alma y a su familia. Pero también ha de ser una página para la HISTORIA –con mayúsculas– llena de imágenes que el recuerdo y la nostalgia nos acercan porque siempre se aproximan con más color aquellas que están más lejanas en los años. Eran verdaderos titanes todos quienes tenían entre sus manos un volante. Un viaje a los «hombres del hierro» en la mina del lago de la Cueva –donde otros titanes desollaban una montaña colorada– mostraba el temple de aquellos conductores. Y también lo eran los que bajaban el negro mineral desde La Bonita, El Pisón, La Fabariega, la Verde, Ventana, Entrago, El Xagarín y Santa Marina de Quirós. Eran, en verdad, hombres de hierro forjados en la fragua de Quico, el ferreiro, a fuego y agua.

Me quedarán nombres en el tintero –y solicito disculpas–, pero allá van aquellos que el tálamo me aporta, por el túnel del tiempo, sin selección alguna y con algunos que se fueron quedando por el camino del olvido. En la línea de viajeros –con tonalidades verdes y blancas de los Álvarez González SRC, hoy ya en desuso– llegan los nombres de: Luis, el de Cansinos; Agustín, Molín, Félix, Simón, Lucio Echevarría, Pepe Proaza, Jesús Quirós, Julio Villamayor… y Pepe «Caranguina», que fue el alma de la línea, y «El Machote» de Jano y Trun, con los empleados de la fábrica de Trubia. En los taxis: Isidro, el frutero; Luis Picatto, Pepe Santa Lucía, Paulino Fervienza, Hugo, Lisardo… y en los camiones: Los Moricos (Vicente y Manolo), Teodoro, el de la Fabariega; Manolo Canas; Pacho, el Estrecho; Los de Tito (Chema y Angelín), los Ochoa (Vicente y Andrés), Ramón Nicieza, los Lana (Ángel y Paco), los Caleya (Ángel y Pipo), los hermanos Fernández de Bárzana (Antón y Alfredo), Los Cubanos, el rizoso de La Verde con su 3HC –a cuyo camión los niños le llamábamos «Tres Hermanos Comunistas»–, Paco Manuela (con sus frutas y hortalizas); Kilo, el Argentino de Quirós; Benjamín, el de Proaza; Gervasio Díaz, los de Hullasa (Pepe Alonso, Elías, Pepe Fermina…). Una larga, profunda, querida y recordada lista de hombres de una pieza capaces de reparar varios pinchazos y reventones al día, de poner y quitar cadenas, de alimentar el radiador en múltiples ocasiones y de encender una lumbre, en tiempo de heladas, debajo del cárter para calentar el aceite.

Son ellos –ya en buena parte fallecidos– los últimos druidas de una estirpe que nunca volverá. Que las generaciones venideras tomen buena nota de sus nombres y se guarden como oro en paño los hechos y vicisitudes por las que pasaron. Ellos cumplieron e hicieron patria para entre todos buscar un mundo más justo y mejor. Bien merecerían todos ellos un sencillo monolito con un volante y una rueda ubicado en un área de descanso, al igual que un vagón carbonero a la memoria de los ferroviarios. Pero los políticos alicortos y mediocres que tenemos no entienden de estas cosas sensibles.

Se me murió en estos días Vicente Fernández, «El Morico». Hombre de bien, laborioso y honesto, a quien admiré y quise por todo cuanto fue. Con su memoria honro al amigo y a todos los de su estirpe. Jesús –uno de sus hijos (María, Vicentín, César y Alicia, su esposa)–, me pediste, con respeto y dolor, un recordatorio para tu padre. Intenté, amigo, tajar mi cálamo lo mejor posible y dejaros, con el corazón en la mano y una plegaria, estos renglones para el recuerdo y los sentidos versos del poeta cabrero, nacido en Orihuela: «… A las aladas almas de las rosas / del almendro de nata te requiero / que tenemos que hablar de muchas cosas / compañero del alma, compañero». Descansa en paz.

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