Pilar Noriega
Casi tres años han pasado. Tres años en los que su recuerdo ha estado presente diariamente. El recuerdo de una mujer que desprendía felicidad y ganas de vivir, que supo amoldarse a las circunstancias y seguir adelante ella sola. Una mujer con una inquietud cultural inmensa, muy detallista y cariñosa. Un alma caritativa sin ostentación y humilde. Una virtuosa que volcó ese amor por el arte en la enseñanza universitaria. Una devoradora compulsiva de libros que me recitaba fragmentos de las coplas de Jorge Manrique de memoria, y una gran amante de la Sociedad Filarmónica, fundada por su tío el marqués de Valero de Urría.
Su amor por Asturias, su historia y su folclore era algo digno de admirar. Estaba enamorada de Oviedo, y a pesar de no ser su ciudad natal y decir que “le nacieron” en Monzón (Huesca), se sentía más carbayona que nadie. Sus muchas anécdotas de la defensa de Oviedo en la que participaron su padre y sus hermanos resultaban asombrosas a la par que entretenidas.
Era una mujer de una fe inquebrantable, que pese a todas las desgracias sufridas en la vida no tuvo ni un solo atisbo de duda. Su devoción por la Santina y por San Rafael Arnáiz era muy fuerte. Tal era la devoción que les tenía que en su último aliento de vida encontró el momento para encomendar su descanso.
Asistíamos juntos los domingos a misa al Corazón de María y a la salida comíamos en la Taberna del Arco. Era nuestra rutina. Al salir siempre me cogía del brazo y me decía que en la altura me parecía a su familia, los Noriega y Sierra, de la cual decían que “los más altos de Oviedo vivían en la casa más baja” (actual edificio de Camilo de Blas). De camino al restaurante me iba hablando de la familia, de su admiración por la buena de su hermana María Luisa, su infancia con sus amigas las Janáriz, sus veraneos en Lugo con su tío Pedro y de sus viajes a lo largo y ancho del mundo organizados por su amiga Elena García-Conde, entre otras muchas cosas. Cuando iba a verla entre semana al llegar del colegio, abría la puerta con las llaves que me había dado con un llavero de mi santo, San Ignacio de Loyola, y me acercaba sigilosamente para darle una sorpresa. Acto seguido me miraba, abría los brazos con una sonrisa de lado a lado y me daba un beso. ¡Cuánto echo de menos todos esos momentos, todas esas conversaciones!
Siempre digo que no se puede echar en falta lo que nunca se ha tenido. Pues bien, éste no es el caso. Tengo la fortuna de haber podido disfrutar de ella lo máximo posible, de tener mil anécdotas suyas que contar, de saber lo mucho que me quería y de tener para toda la vida enmarcado un instante de mi graduación en el que salíamos fotografiados los dos como abuela y nieto.
Seguiré manteniendo intactos todos esos recuerdos para así nunca olvidarla, porque tengo la esperanza de que algún día, cuando llegue la hora, nos reencontremos allá arriba y podamos continuar la conversación que pocos días antes manteníamos, como si el tiempo no hubiera pasado.
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