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LOS PELIGROS DE SEMBRAR EN TIERRA ENVENENADA

7 de Marzo del 2018 - ANA BELÉN MENÉNDEZ ARNALDO (TINEO)

Cualquier individuo o colectivo que se sienta, a título particular o de forma solidaria, agraviado, tiene el derecho universal de hacer algo para denunciar e intentar resolver el abuso que soporta. Acogiéndose a esa premisa, multitud de minorías han reclamado y han hecho valer sus derechos, a costa casi siempre de enorme sacrificio y no pocos desengaños. Así también las mujeres: quién podría discutir que, pese a los importantes avances conseguidos en el amplísimo campo de la desigualdad, sigue habiendo muchos, muchísimos objetivos por conquistar. Por otra parte, ningún logro llega a tener jamás la consideración de definitivo, y descuidar esa realidad puede suponer un precio alto, en forma de retroceso. Pienso que la jornada de reivindicación planteada con ocasión del 8 de marzo no necesita justificación alguna, más allá de esas consideraciones básicas que acabo de hacer, y que están al alcance de cualquiera con un mínimo de sensibilidad. Discutir las formas, la oportunidad, o el oportunismo, de las muy diversas instancias convocantes, la pertinencia, o impertinencia, de algunas declaraciones públicas, ensayadas y calibradas al milímetro para aparentar la dosis justa de implicación con la causa, eso es otra historia. Pero aun quienes alberguen la opinión más crítica sobre todos esos aspectos, deben reconocer la importancia histórica de un acontecimiento trascendente por el mero hecho de darse, independientemente de su capacidad de convocatoria, que ya veremos.

Por tanto, protesta sí, manifestaciones sí, huelga, en la franja horaria que a cada cual convenga más, también; y, por la misma lógica, me parecen válidas otras opciones como no estudiar, no cocinar, no cuidar, no comprar, y cualquiera que pueda idearse con el ánimo, como se dice, de dar visibilidad a la causa. No creo que deba haber un mínimo de gestos obligados, ni que unos sumen más que otros, para que cada cual tenga derecho a incluirse en la nómina de reclamantes. O si acaso algún mínimo, que consista únicamente en hacer algo al respecto, lo que sea, por simbólica que sea su condición, pues me parece que será una ocasión triste para aquellas personas que el día 8 no consigan identificarse con el argumento de este episodio histórico.

Me da un poco de rabia, es verdad, que las manifestaciones más concurridas, las estadísticas de seguimiento de los paros más favorables a la causa, y las acciones reivindicativas más originales tendrán lugar, como suele ocurrir en estos casos, lejos de entornos rurales, como el mío, donde seguramente se oirán pocas voces, y apenas se exhibirán pancartas, dejando en mal lugar, aparentemente, la capacidad de implicación de los convocados. De ser ese el caso, me gustaría defender la lucha callada, y nada mediática, de un perfil de mujer, y de persona, que también, y aunque no figure, contribuye como el que más, solamente por haber conseguido sobrevivir, y muy dignamente, en un ecosistema hostil, para las personas en general, y para las mujeres en particular. Y son ya varias las veces en que he utilizado la palabra "persona", en lugar de la palabra "mujer", para hablar de lo que ocurrirá o dejará de ocurrir el día 8. Es una opción intencionada. Porque hay una sola cosa que me parece dudosa sobre esa convocatoria, que sigue obviando, me temo, una realidad evidente: la desigualdad ya no es, no digo que no haya sido, una cuestión de género, sino de poder. Y la lucha contra la desigualdad, es una lucha contra el poder desigual, ejercido no por los hombres, sino por una minoría que incluye también mujeres, por cierto. La inmensa mayoría de los hombres vive tan oprimida como las mujeres, aunque quizá los elementos de opresión puedan ser distintos. Las raíces de la desigualdad se encuentran en los orígenes de una sociedad construida sobre los cimientos de binomios terribles, del tipo "mandar vs obedecer", "ganar vs perder", "imponer vs asumir". La mayoría de los hombres inscriben sus vidas en dinámicas del tipo obedecer, perder, asumir, y participan poco o nada de las contrarias. ¿En qué difiere, por tanto, su causa de la nuestra, de la de las mujeres? Y ya sé que son muchísimos los hombres que se suman y respaldan las reivindicaciones feministas. Pero no estoy hablando de apoyar, como quien apoya la reclamación de los afectados por un cierre patronal, aunque no le hayan despedido, sino de identificarse, de sentirse actor protagonista, desde la convicción de que el padecimiento es idéntico. No es suficiente con que los hombres entiendan la causa de las mujeres, y adopten posturas que pueden ir desde el respaldo manifiesto a la simpatía distante. En algún momento será necesario aunar esfuerzos, y buscar la manera de revocar y reconducir una serie de principios que, al menos en nuestro entorno social, están muy arraigados, y gozan de una aceptación, aunque inconsciente, generalizada. Merecemos un entorno vital mejor, no como mujeres, sino como personas. Sería muy ingenuo pensar que podemos resolver el problema por la vía de cambiar el género de los titulares del poder. En un entorno que siga funcionando a tenor de las exigencias que marca la competitividad más agresiva, el individualismo más extremo, y el egoísmo más cruel, ¿qué nos hace pensar que otros protagonistas, solamente desde su condición de género, van a ser capaces de actuar de forma diferente y, por tanto, conseguir resultados distintos?

La tierra sobre la que vivimos está envenenada. ¿Qué podremos cultivar en ella, que crezca sano y fuerte, si no empezamos por sanearla? Y esa es una tarea que solamente se puede acometer de forma solidaria, pues concierne a todos por igual.

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