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Lo sentimos, no volverá a ocurrir

19 de Marzo del 2018 - Julio Luis Bueno de las Heras (Oviedo)

Pedir u ofrecer disculpas –que igual da si el que se excusa o pide perdón no es un hipócrita o un oportunista– convierte unos instantes de humillación en una credencial de fiabilidad personal, ahora merecedora de respeto, cuando no de la reparación que se busca o de la benevolencia que se ruega. Pero para ello han de darse los consabidos requisitos de sustancia y forma. En primer lugar, autenticidad; que en quien se excusa se den condiciones propias de la bonhomía (o de la bonmuliería), esto es, una bien proporcionada mezcla de dignidad, crianza, moral y educación. En segundo lugar, inteligibilidad, es decir, eficacia derivada de una correcta interpretación gestual; vamos, que para disculparse bien, sin pifiarla aún más, se aconseja seguir manuales actualizados de estilo y buenas costumbres. Piden perdón los papas –algunos sembrando confusión–, los reyes –algunos mal y tarde– y los presidentes de Gobierno y sus ministros –algunos inoportunos, otros imprudentes, todos casi siempre oportunistas impostando–; lo piden cuando se ven pillados en un renuncio tanto grandes almacenes como sitios web, diputados y deportistas bocazas, actrices sobadas, productores sobones y una larga casuística en la que todos tenemos cierta y variopinta experiencia personal.

No es fácil pedir perdón o dar una excusa cuando se ha metido la propia pata o cuando se es responsable directo o indirecto de pezuñas y otras variantes de propios, propias y afines. Y en el capítulo de meteduras caben errores, injusticias, desafueros varios e inclusive actuaciones equívocas en esa brumosa frontera de lo políticamente correcto, la estrategia electoral y la cobardía disfrazada de prudencia de estado para encarar diferentes formas toleradas de matonismo sectario. Me estoy refiriendo aquí a pegadas, pintadas, quemadas, ensuciadas, “expropiaciones”, intimidaciones, escraches, asaltos, ocupaciones, desalojos, agresiones y otras violaciones de la libertad y dignidad de los demás ciudadanos por parte de quienes detentan las consabidas patentes y bulas de impunidad maniquea, siempre en los últimos tiempos, con banderolas en la misma gama de tonos de un mismo color. Me estoy refiriendo aquí a los desmadres espontáneos o programados de útiles “extremistas e incontrolados” que, a río revuelto, siempre se cuelan por las mismas puertas, y que tenemos que tolerar vergonzantemente bajo el paraguas de honorabilidad que, en principio, merecen concentraciones, manifestaciones y demás recursos de expresión ritual y civilizada de pesar, jolgorio o conflicto.

Si los inductores, promotores, organizadores o beneficiarios política y socialmente del resultado de estos eventos estereotipados, pautados y finalistas –camuflados de espontaneidad y transversalidad sólo para ojos de cínicos y almas cándidas– se enorgullecen, se felicitan y se embolsan el rédito del esfuerzo grupal, creo que también están obligados –deberían estarlo por imagen, ética y responsabilidad– a poner nítidamente en evidencia a quienes violan las reglas del juego limpio, a quienes salpican la imagen de quienes se manifiestan con todo derecho y a quienes enturbian los motivos teóricos y formales de su manifestación. Aunque no sea fácil. Creo que alguien o “alguiena” debería exigir que “alguienes” o “alguienas” salieran de escena para los restos. Creo que algunos –políticos por más señas–, y aunque no les sea fácil, deberían pedir disculpa u ofrecer disculpas por los efectos colaterales de las movidas que promueven. O, al menos, dejar claro, muy claro, inequívocamente clarísimo para iluminados, consentidos, tontos útiles y el común de la sociedad, dónde están y dónde no están, con quiénes están y con quiénes no están, hasta dónde quieren que se llegue y dónde están las líneas rojas, las amarillas, las moradas, las sebes y los valladares de una democracia sin adjetivos ni apellidos constrictores o minorantes (como el consabido y tétrico mote de “popular”). Porque poco hay más vergonzoso en el ya peligroso terreno de la complicidad con la violencia modulada e instrumentalizable que la existencia de guardianes de las revoluciones, no hay nada más arcaico históricamente y más venenoso socialmente en una democracia, en un estado de Derecho, en Europa y en un ya avanzado siglo XXI, que inducir, tolerar o excusar vergonzantemente la actuación de piquetes.

(Abro paréntesis: no soy tan ingenuo como para creerme mi propio rollo posibilista. Nadie va a pedir perdón por nada. Faltaría más. Tras ocho años de zapaterismo y los ocho que van viniendo de rajoyismo, sé, como ustedes saben bien –salvo que ya estén encuadrados, formados y desfilando– cuál es el juego, cuáles son las reglas de ese juego y –lo que es peor– cómo todos quieren jugarlo con distintas dosis de oportunidad, de estética y de vergüenza. Así que algo de pose se pega. Para otro día queda identificar a los propietarios del copyright de este juego de rol. Cerrado queda el paréntesis).

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