Historias para no dormir...
Resulta que ahora es contradictorio defender la legalidad y la justicia, como si la ley no se reformulase o la justicia no se ramificase en jurisprudencia y ética. Si la ley no rebasa la justicia, es porque estamos atados a un contexto, somos objeto de deficiencias del sistema y, todavía más preocupante y difícilmente corregible, de los defectos del ser humano. Hablamos de la ley como imperio porque todos estamos sujetos a ella, pero esa misma ley afirma unos derechos, otro imperio del que no se habla: el derecho a ser libres, el derecho a ser iguales... Así, criticamos la tangibilidad del deber por la jurisprudencia sin tener en cuenta la intangibilidad tutelar del derecho por la ética; ambos, deber y derecho, necesarios y no omitibles.
Diferenciemos: no es libertad, sino libertinaje; no es igualdad, sino autorizarse. La ley existe, no para amedrentar a los que cometen excesos, sino para denunciarlos y castigarlos. Si hay algo en lo que comulgan anarquía, democracia participativa y democracia representativa es, hasta cierto punto, en la "legiscracia", en el gobierno de unas reglas, de unos principios que se establecen por deliberación o que deberían de hacerlo en la medida de lo posible y manteniendo un balance entre la urgencia de la resolución de un problema y la fidelidad a los principios de las sensibilidades que se oponen a lo que hay. Ese es un principio rector del "gobierno de muchos": el acuerdo o el desacuerdo; la suspensión de la monotonía de opinión y de la militarización de la estética de un país; libertad como derecho al libre albedrío e igualdad como derecho a la consideración de la diversidad.
Esta riqueza sociopolítica, de mayorías y minorías transversales a la democracia, no dejan de compartir ese fundamento de tolerancia y de discrepancia propio del acto de parlamentar, de la diplomacia misma, podrida en ocasiones por el ego, los intereses o la ineptitud de quienes deben entenderse. Todo actor político es un ser humano y los sesgos de los partícipes de la vida democrática en todos sus niveles y aspectos no son ajenos a la consecuencia de un sistema igual de sesgado y mejorable. Por eso diferenciamos la democracia ideal, en la cual también discrepamos si entramos en matices ideológicos, de la democracia real. Nuestra democracia ha sido heredada, construida, y está tan arraigada en nuestra genética individual como animal político y social como por ser circunstancias de una geografía y de una historia. Si creemos en la democracia, sin vulnerar la libertad de otros y sin marginar a nadie como sujeto cívico, no queda otra más que reconocer la ley del consenso y el consenso de la ley contra cualquier ocurrencia que vulnere sus principios. Pero, al mismo tiempo, debemos armarnos de la actitud crítica y filosófica para denunciar las injusticias aún presentes, porque nos afectan o nos acabarán afectando. Vivimos en esa disyuntiva entre el statu quo y el reformismo, y ni siquiera la revolución se ha planteado para algo más que para derrotar al ya sepultado absolutismo. De la legalidad nace la legitimidad. De nuestra finitud, el statu quo y la idea de progreso. De nuestra democracia, la aspiración al cambio y la plenitud.
Así como un país arrastra su pasado, su herencia, también se beneficia de los tiempos pretéritos, porque no somos justicieros ni ajusticiados por providencia matemática o divina, pero sí somos más libres e iguales que ayer, o deberíamos serlo. Y esos principios revolucionarios en favor de un sistema reformista y retroalimentativo se han asentado en el concepto de democracia moderna a través de la fraternidad o la solidaridad, ampliación de la comunidad y de la vecindad, y a su vez ha extendido la relación cultural, comercial y política del ciudadano hacia el conciudadano: sujeto de un mundo globalizado. No hay, pues, otro fin en la democracia, en el pacto de tribus y culturas anteriormente enemigas, más que la convivencia.
También es cierto que nuestras herencias nos hacen miserables a nuestro modo: arrastramos una moral, una cultura, unas lentes y unos ojos, una piel y una gama limitada de pelajes, una forma de mirar menos avellanada que la oriental y más cálida que la de la parte norte de Europa... Y ese génesis cultural, en nuestro caso, se ve cortado no sólo por la cultura antigua en cuanto a lo filosófico, sino también por lo cristiano en cuanto a lo moral y por lo belicista en cuanto a lo animal. Somos laicos como demócratas pero comulgamos necesariamente con algunos de los principios de esas tablas de Moisés, por ejemplo: no robarás, no matarás...
La corrupción es tan ordinaria como inextinguible, pero sí es censurable. Ha de castigarse, y es indignante que se permita confundir institución gubernamental o integridad estatal con partido del Gobierno, pues esta forma falaz de argumentar parece dar derecho a pensar que los únicos que padecen la crisis y la corrupción son los catalanes. En los últimos días se han dado casos de conversión o reconversión religiosa y hemos visto cómo quienes se oponen a la legalidad, quienes rechazan la legitimidad, lejos de participar con las reglas de juego de toda democracia, deciden caer en la hipocresía de inutilizar el Estado de Derecho contra la pretensión moralizante de construirse como uno, con un vocabulario y un discurso mesiánicos que abandonan los principios modernos de separar la religión del Estado, la pasión de la razón, la creencia del hecho.
Esta nueva-vieja afluencia que levanta sus propias tablas de Moisés muestra cínicamente con sus recientes argumentos y comparaciones que, si bien son feligreses de la "pureza catalana", en tanto que devotos de una exclusividad excluyente, ahora todos son, además, cristianos primigenios, seguidores de Jesús de Nazaret. Me pregunto cuánto les durará colgado el mesías en sus paredes... Europa dejó de ser democrática para ellos cuando vieron que la ruptura es incompatible con el internacionalismo, la conciudadanía y el 'common sense' de una sociedad democrática. Quizás el niño Jesús es independentista, además de comunista y todas esas ocurrencias anacrónicas que se nos han ido ocurriendo, como el nacionalismo de izquierdas o el socialismo de derechas. Y quizás el niño Jesús les ayude en la cruzada de su ombliguismo, el cual es tan peligroso como mezquino, pues no miran de limpiar unas pelusas que ellos llaman antidemocráticas por no ser nosotros supremacistas ni rupturistas, cuando son dichas pelusas las que aparecen porque abandonan la tela de una bandera muy vieja y muy poco reconfortante, manifiestamente pretérita e irracional. Desde luego, ya pueden ayudarles Jesús, porque lo suyo es cosa de fe.
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