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Yo fui amigo de Carmen Franco (1)

28 de Junio del 2018 - Ricardo Luis Arias

Este título y lo que vamos a recordar y exponer seguro que, además de sorprendente, va a suscitar comentarios y críticas de toda índole, algunas de un equivocado matiz político, más o menos tendencioso y partidista. Por eso, antes de pasar a nuestro relato, quiero dejar bien claro que en él no hay más que la recordación de una amistad de tres niños que se remonta al final de los años veinte y principios de los treinta. Por si alguno siguiera empecinado políticamente y tratara de interpretar el relato equivocadamente, le diré que si Carmen Franco Polo en vez de ser hija de quien era lo hubiera sido, por ejemplo, de Largo Caballero, Indalecio Prieto o Casares Quiroga, mi tono narrativo sería el mismo. Sí, quede esto claro. Y también como aquí, en LA NUEVA ESPAÑA, he expresado en más de una ocasión, me importa un rábano que gobierne un partido de izquierdas que de derechas, lo que de veras me importa es que gobierne bien y para todos. Y no soy de izquierdas ni de derechas, sino todo lo contrario, sintiéndome asqueado de la política carpetovetónica y de quienes la ensucian, envilecen y corrompen. Paso de todo ello, libremente, sin mestizaje ni atadura ideológica alguna ni de formación política. Soy respetuoso y considerado con todos los partidos políticos y quienes los integran, porque así nos lo exige la democracia y nuestra Constitución, tan cuestionadas y enfangadas por algunos políticos que están fuera de esa órbita constitucional y democrática. Esto y la falta de convivencia y solidaridad en nuestra sociedad vienen a ser la causa de los males políticos, sociales y económicos que padecemos, y de ellos todos somos responsables, absolutamente todos, gobernantes y gobernados.

El que uno, objetivamente, pase de la política y de los políticos es porque, con 12 años, vio caer una gastada e impopular monarquía (reyes, los de la baraja) y nacer una ilusionada república, que terminaron destrozando los extremismos de izquierdas y derechas, con un final dramático en 1936. Y aquella guerra fratricida, en la que hubo combatientes que lucharon por un ideal en los frentes de combate, en ambos bandos, y también criminales y asesinos en sus retaguardias que aprovecharon aquella coyuntura bélica para dar rienda suelta a sus bajos instintos, todo ello uno lo vivió en el campo republicano y luego en el nacional, por lo que soy un testigo de excepción y un fedatario de aquellos tristes y dolorosos hechos que me hicieron tomar el firme propósito de vivir al margen por completo de toda cuestión política y de cuantos la enlodan y desprestigian. Y, sobre todo, de los que no conocieron ni vivieron aquel trágico pasado y hablan hoy de él con osadía y desvergüenza, arrimando el ascua a su sardina ideológica y política. Pues bien, después de esta obligada aclaración, que consideraba necesaria, pasamos a explicar cómo fue el conocer y trabar amistad con la hija de Franco, y lo vamos a hacer sin cargar tinta sobre nada ni sobre nadie, y con el respeto que siempre me han merecido las personas que ya no están con nosotros, cualesquiera que haya sido su ideología política o su comportamiento en la humana andadura. Sí, respeto siempre con los que ya se han ido a la otra orilla de la vida.

El fallecimiento el pasado mes de febrero de Carmen Franco Polo, a la edad de 91 años (¿no tendría alguno más?), me hizo desempolvar esta historia que, hasta ahora, no había salido del ámbito de mi corta familia: mi madre, María Blanco Díaz-Faes, y mi hermana Tere, tres años menor que yo, nacidos los dos en Oviedo. Nuestro padre ya había fallecido, cuando contaba 39 años de edad, en 1925, como consecuencia de un accidente de circulación sufrido en el puerto de Pajares cuando regresaba de vernos del lugar en el que veraneábamos. Entonces vivíamos ya en Ujo, en el lugar conocido como La Reigosa, en la parte alta de este histórico pueblo mierense, situado en el regazo de la pequeña montaña que lo separa del valle de Valdecuna (aquí inicié mi vida alpina y montañera y fue trampolín para ir a la sierra del Aramo, con 12 años de edad, desbrave de escalada y esquí de fondo), y nuestra casa lindaba con la de un ingeniero de Minas, don Roberto Guezala Eigual, y su mujer, doña Isabel Polo Vereterra, hermana de la esposa de un joven general que, al parecer, había destacado en la guerra con Marruecos. Era monárquico, si bien, en un principio, fue fiel a la República y llegó hasta mandar su ejército, que luego sublevó, en 1936, en el entonces Protectorado marroquí, levantamiento que se extendió después a toda España, que quedó dividida y enfrentada en una guerra civil entre hermanos, cuyas heridas aún supuran dolorosamente.

El matrimonio Guezala-Polo no tenía familia, y como doña Isabel había simpatizado con nuestra madre, simpatía que pasó luego a ser una buena y sincera amistad, nos cogió a mi hermana y a mí un gran cariño, lo que resultaba lógico porque ella, que le encantaban los niños, no había podido tener familia. El mayor cariño me lo cogió a mí doña Isabel cuando vio que me apasionaba la lectura y que ya tenía mis primeros libros, siendo en un principio mis autores preferidos Julio Verne y Emilio Salgari. Mi incipiente y pequeña biblioteca me la enriqueció doña Isabel con buenos libros, orientándome siempre hacia los clásicos autores castellanos. Doña Isabel, que además de ser una mujer bondadosa, sencilla y cariñosa poseía una gran cultura y se divertía mucho cuando me llevaba a casa y me dejaba manosear los libros de su gran biblioteca, que era mi asombro. Recuerdo que un día que ella vio que prestaba un mayor interés por un libro me lo quitó cariñosamente y me dijo que aquel libro no era aún para mí, que lo sería cuando fuera mayor. El libro en cuestión era "La Barraca", de Blasco Ibáñez, un autor famoso y leído entonces, postergado después por ser republicano. Inexplicable mezquindad, en ambos bandos, de marginar y prohibir a grandes autores por no estar en su onda ideológica. Un ejemplo que aquí citamos en otra ocasión fue el de los famosos gaditanos Alberti y Pemán, el primero comunista y el segundo falangista.

Sí, mezquindad, una ruindad de espíritu y una ignorancia supina por parte de todo aquel que menosprecia y anteponga una ideología política a la valía de una persona que prestigia y dignifica a su país con su sabiduría o intelectualidad, como ha ocurrido con estos dos poetas gaditanos de una hermosa lírica castellana. Y esta barbaridad, que no se puede calificar de otra manera, se ha dado en ambos bandos, y se sigue dando. Ayer, Alberti fue olvidado y omitido. Hoy lo es Pemán. No tenemos remedio. La sombra siniestra de aquel cainita pasado, se sigue proyectando sobre nosotros, reviviendo odios y rencores, enfrentando a unos y otros, cuando España tenía que ser ya un país unido y solidario, dejando a la historia, objetivamente, ese sangriento y doloroso pasado. Creo que éste es el deseo de los que lo vivimos en ambos bandos contendientes, con sufrimientos, penalidades y la muerte acechando a uno por todas partes. Lógico y justificado el que hoy pase de toda cuestión política e ideológica, que no es más que un reflejo de aquellas otras que terminaron destrozando la República y nos llevó a una guerra fratricida.

Esta cuestión, que tanto me preocupa y obsesiona, nos hizo desviarnos del tema de cómo conocí e hice amistad con Carmen Franco Polo. Bueno, lo veremos en el segundo y último capítulo de este relato que extraemos del baúl de los recuerdos. Que el estimado lector nos disculpe por ello, pero es que uno, al recordar aquella tragedia, no puede evitar el verse de nuevo inmerso y destrozado en ella, marcando mi vida para siempre, y con una adolescencia y juventud malogradas por aquella maldita guerra, sus preámbulos y luego por sus consecuencias. Que no pudieron ser más dolorosas y dramáticas. Pero esto, para saberlo y comprenderlo en toda su trágica proyección, hay que vivirlo, sufrirlo y padecerlo.

Aquella maldita guerra, con un balance de casi un millón de muertos, no la ganó nadie, porque en las guerras entre hermanos no hay vencedores ni vencidos, sólo destrucción y muerte.

He pegado un buen salto en el tiempo desde que doña Isabel me quitó aquella novela de Blasco Ibáñez, que luego, de mayor, como ella me dijo, leí y también otras más del famoso escritor valenciano. La orientación que entonces me dio doña Isabel, sobre escritores y literatura, de mucho me valió después y mucho se lo agradecí y agradezco. Siempre la recordaré con cariño y sentimiento, con un cariño como el que ella me prodigó cuando era un niño.

Ricardo Luis Arias

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