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Máster y maestría

31 de Marzo del 2018 - Francisco J. Ruiz Urraca (La Carrera)

El célebre máster de doña Cristina Cifuentes resulta una buena excusa para reflexionar sobre el valor de la educación superior en España. De un tiempo a esta parte, los títulos han multiplicado artificialmente su prestigio, mientras que la formación “efectiva” se ha devaluado de manera exponencial. Por obra de una metonimia sagazmente gestionada, la palabra “título” ha sustituido a la de “formación”. Tras un largo trayecto académico, jóvenes e ingenuos ciudadanos, apenas curtidos al sol de la experiencia vital, enarbolan orgullosos dos o tres diplomas para que se aprecien bien sellos y timbres, garantes de una cualificación en grado de excelencia. Tanto ellos, nuestros hijos, como nosotros mismos nos hemos creído eso de que son la generación “mejor preparada”, única justificación del desaguisado, sin darnos cuenta de que la tozuda realidad se empeña en demostrarnos lo contrario. La sobrecualificación únicamente engorda las arcas de esas factorías de parados que son las universidades, que viven de unos consumidores fieles que “pagan” con su presencia y su dinero (el propio y el común de los impuestos) clientes ávidos, agradecidos pese a todo, que en la mayoría de los casos no van buscando la ciencia sino el éxito social que les han prometido, y que las instituciones académicas venden “a futuro”, sabiendo que los egresados ya estarán muy lejos y demasiado desanimados para “exigir” cualquier indemnización. Cuando la carrera por el triunfo y el reconocimiento se quedó demasiado corta con las antiguas licenciaturas, ahora grados, el espectro se amplió con el estrambote de los másteres, palabra horrible donde las haya y que con toda intención sirve para escamotear la denotación de su equivalente en español: maestría, que es el término que distingue verdaderamente al bisoño estudiante de postgrado del individuo docto y sabio. En la pugna incesante por marcar la diferencia, los másteres son la estación siguiente, la de pase VIP, donde arriban no sólo los que tienen tiempo que perder sino los que cuentan con ahorros o préstamos suficientes. El esfuerzo de las familias de clase media ha convertido este destino en habitual, lo que equivale a subir el listón por encima del único y accesible máster. Este bucle sostiene una oferta académica delirante, léanse los trabajos finales de algunos de nuestros políticos más (de)formados y una maquinaria educativa tiesa e inútil que justifica el aprendizaje enlatado y en conserva, como si el conocimiento, el de verdad, no fuera la fragua del desarrollo social, tanto en el ámbito económico como en el humano. Eso por no hablar de los másteres ineludibles para optar a determinada condición, como los de formación del profesorado, que suponen un decepcionante peaje obligatorio a cambio de una recompensa supuestamente sustanciosa. La industria que sostiene toda esta ilusión es fabulosa, pero necesita una reconversión que se oriente en la dirección adecuada, la del progreso, dejando que las viejas estructuras se carguen de herrumbre en parques temáticos y centros de interpretación.

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