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Una niña con coletas

29 de Junio del 2018 - Ricardo Luis Arias

La casa de doña Isabel Polo Vereterra era de tipo vasco y había sido construida por una verdadera autoridad en la construcción y el hormigonado y era natural de Euskadi. Se llamaba Miguel Achúcarro, y creo que fue contratado por el marqués de Comillas para construir los edificios de su empresa Hullera Española. Y buenos grandes edificios construyó, como lo fueron, entre otros, los soberbios colegios de frailes y monjas, en Ujo. Y creo que también los dos de Caborana, de los mismos religiosos y religiosas. Y en Caborana también, un gran muro de hormigón que evitó las frecuentes inundaciones del Canamal y las instalaciones mineras de los pozos San Jorge y Santiago, en las grandes crecidas del río.

El muro del jardín de doña Isabel lo separa del nuestro un camino de dos metros de ancho, por lo que la vecindad y el contacto no podían ser más próximos. Yo solía saltar el muro del jardín de doña Isabel para evitar dar la vuelta y entrar por el portón del mismo, ante el temor de ella porque podía caer y lesionarme. Un día nos dijo que iba a venir una sobrina suya, hija de una hermana, y quería que fuera amiga nuestra. Y lo fue, sobre todo de mi hermana Tere, que además eran casi de la misma edad. Se llamaba Carmencita y vino un día con sus padres a Ujo, y nada más llegar, doña Isabel mandó a la muchacha a buscarnos. La amistad prendió al momento, por ambas partes. Mi hermana la llevó a nuestra casa a jugar con sus muñecas. Y esto era lo que hacían siempre que la sobrina de doña Isabel venía a Ujo.

En una ocasión que Carmencita vino con sus padres, y traía coletas, cuando estaba jugando con mi hermana, me acerqué por detrás y se las deshice. Buena la armé. Se fue para casa de su tía Isabel llorando a todo trapo, lo que enfadó a mi madre y me hizo ir a pedirle perdón. Como reo al patíbulo, me fui a casa de doña Isabel, y allí estaba su sobrina, llorosa, en el regazo de su madre, que la tenía abrazada. Doña Carmen, cuando me vio, me fulminó con su mirada, mientras su marido y hermana se reían. Suspense. Yo, temblaba, pensando cómo iba a terminar todo aquello. Y entonces, el padre de Carmencita, poniendo su mano sobre mi cabeza, me dijo que no me preocupara, que me lo agradecía. Y dirigiéndose a su esposa, que me seguía fulminando con su mirada, le dijo: “Sí, Carmen, yo siempre te he dicho que la niña está mejor con su melenita suelta que con esas ridículas coletas”. Cuando me fui, doña Isabel me acompañó hasta la puerta, me despidió con un beso y esta confidencia: “Anda, vete tranquilo que yo también te lo agradezco”.

Doña Isabel era una mujer encantadora, una gran señora, sencilla y bondadosa, sin presunción alguna a pesar de su rango social, pues Polo Vereterra era un apellido ilustre y de un gran prestigio, con casa en Oviedo, en la calle Uría, y una gran mansión en San Cucao de Llanera. Su marido, don Roberto Guezala, era completamente distinto, pero sí un verdadero gentleman, vestido muy a la inglesa. Era el ingeniero del grupo minero Dos Amigos, situado en Santa Cruz de Mieres, muy próximo al poblado minero de Bustiello. Los fines de semana el matrimonio se iba a Oviedo o a Llanera y en la casa se quedaba la muchacha que tenían, Adela, una buena mujer que también era muy cariñosa con mi hermana y conmigo. Por cierto, que Adela se casó después con un vecino La Reigosa llamado Justo, hijo de un gran paisano y persona, Juan de la Quinta.

Doña Isabel Polo Vereterra fue la primera mujer a la que yo vi conducir un coche. Tenía un Ford descapotable de dos plazas, si bien había otra atrás, pero para llevar maletas. Como la capota no lo cubría, y el que allí viajara tenía que tragar frío, viento, lluvia o lo que fuera. Aquellos coches eran conocidos como “ahítepudras”. Su marido, que era muy hermético y callado, muy inglés, no conducía. A doña Isabel se le daba todo. Amante de las flores y de las plantas, casi trabajaba ella más en el jardín que el jardinero que tenía, que solía enviar al nuestro. Tanto nuestra madre como mi hermana y yo llegamos a coger un gran cariño a doña Isabel, que era recíproco, como ella nos expresó en más de una ocasión. Y bien se lo demostró a nuestra madre en Burgos, después de la guerra, como luego veremos.

Antetítulo: Yo fui amigo de Carmen Franco (y 2)

Destacado: Mi madre me obligó a pedirle perdón por deshacerle las coletas. Cuando me vio Doña Carmen, me fulminó con su mirada, mientras su marido y hermana se reían

Creo recordar que la última vez que vimos a Carmencita, su sobrina, fue en 1933 o 34. Los acontecimientos políticos, tan convulsos, se iban precipitando hacia un final dramático. Y la familia Franco-Polo dejó de venir a Ujo. La última vez que lo hicieron fueron Carmencita y su madre nada más. A todos preocupaba la candente situación política que se vivía entonces, y doña Isabel y mi madre solían tener largas conversaciones sobre el particular, que yo escuchaba y que ya me hicieron comenzar a crearme un criterio contra todo aquello, política y políticos, que se estaban cargando una República que el pueblo había recibido con júbilo y alegría. Y como se temía, el 18 de julio de 1936, todo saltó por los aires en aquella atribulada España. Doña Isabel abandonó Ujo mucho antes. No olvidaré su despedida de nosotros. Lágrimas y abrazos. Cada uno iba a correr su suerte. La nuestra no pudo ser peor ni más dramática. La falsa denuncia, ante el Comité de Ujo, por una persona que no nos quería bien. Detenido y encarcelado. Primera paliza para que dijera lo que no sabía y más leña y trabajos forzados de pico y pala. Nos dejan dormir en casa, preparando ya el “paseo”, que se produce el 13 de noviembre de 1936, y que terminó en los Altos Hornos de Fábrica de Mieres. Dos días antes de esa trágica noche, el hermano de mi mejor amigo, comunista como él (Jesús y Salvador Paz López), se enteró del “paseo” y me ocultaron, no sin que antes advirtiera a mis compañeros de infortunio de lo que iban a hacer con nosotros.

Mi odisea fue tremenda, cambiando de escondites, huido continuamente, con la muerte pisándome los talones. Resumo. A la persona denunciante, que tanto sufrimiento me causó, sobre todo a mi madre, le libré de que fuera a su vez “paseado” por dos asesinos, esta vez con camisa azul. Tiempo después le conseguí un trabajo que otros le habían negado por sus malos antecedentes. Ésta, señores, fue mi “venganza”.

Volviendo a doña Isabel Polo Vereterra, diré que una prima carnal mía, Amparo Arias Losa, estaba casada con un madrileño, Salustio Alvarado, que era ateo de izquierdas. Condenado a muerte por uno de aquellos juicios que no eran más que una farsa (como los de la zona roja, porque no se puede ejecutar a nadie por su ideología política, la que sea), “un asesinato legal”. Pues bien, mi madre fue a ver a su amiga doña Isabel que vivía entonces con su hermana, en Burgos, que era donde su cuñado tenía el Cuartel General de su Ejército. El reencuentro creo que fue entrañable y cariñosísimo, y la pena de muerte del marido de mi prima le fue anulada.

Después de la guerra, doña Isabel no volvió más a su casa de Ujo, que era de la empresa Hullera Española, pasando a ocuparla don Rafael Belloso y su familia, que era director de la misma. Bueno, sí volví a verla, creo que en 1972, con su hermana doña Carmen, a inaugurar ésta el Tele Club. Después de la inauguración, el obligado vino español tuvo lugar en el Instituto de Bachillerato, por tener más capacidad para este acto, en el que uno estaba entonces de profesor. Naturalmente, fui a presentarme y a saludar a doña Isabel. Cuando le dije quién era, me abrazó y besó con una emoción que hice mía. Rebobinamos el tiempo al filo de los recuerdos, tan entrañables y lejanos ya. Cuando nos despedimos, con un fuerte y sentido abrazo, la emoción humedeció sus ojos, humedad que también hice mía. Creo que los dos presentíamos que ya nunca nos volveríamos a ver.

Y así fue. No volví a ver más a doña Isabel, cuyo recuerdo ocupa un lugar preferente en ese baúl en el que guardo las pequeñas y grandes cosas de mi vida, que he abierto y vuelto a la realidad imaginativa su contenido con motivo del fallecimiento de su sobrina, Carmen Franco Polo, a la que nunca más volvimos a ver. Su recuerdo sigue vivo también, pero como aquella Carmencita a la que un día le deshice sus coletas. La recuerdo hoy con verdadero sentimiento, y que haya encontrado el descanso y la paz que aquí se puede decir que no tuvo.

Su tía Isabel Polo Vereterra, a la que debemos nuestro mutuo conocimiento y aquella amistad de niños, fue una gran señora; sencilla y bondadosa, por todos conocida y apreciada. Y fue también una gran mujer de su tiempo en aquella sociedad machista y retrógrada de los años 20 y 30. Y tiempo es ella ahora, pero entrañable y fundido en su recuerdo.

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