Educación para la Ciudadanía en tiempos revueltos
Nuestras propias carencias como pueblo mal gobernado y como país en estado de desmoronamiento, y la evidencia de que por ahí fuera no está la Europa en que muchos ingenuos creímos encontrar un referente y un apoyo en nuestra dilatada e irregular transición hacia una normalidad posible y homologada, están haciendo aflorar, en estas inacabables semanas negras de sinrazón, quiebra, caos y ridículo, unos espontáneos signos de reflexión social no muy frecuentes por estos pagos. Y no sólo por hacer ondear banderas vergonzantemente arrumbadas, aunque también valga como indicador anecdótico de que algo se mueve.
Es de suponer que cualquiera que conozca razonablemente la Historia de España –no la fragmentariamente reescrita e impuesta cada generación y media por la interesada y acomodada memoria los vencedores de nuestras sucesivas guerras frías o calientes– ya maliciará que esta aparente toma de conciencia no va a servir para nada, porque los pueblos tienen –tenemos– un genoma tangible, no meramente metafórico, que condiciona el devenir de la especie en la escala evolutiva. Pero de ilusiones hay que vivir. Y pongo ejemplos para animarme y tratar de animarles a ustedes.
Sin salir de lo que dice la prensa en estos últimos días, hay evidencias estimulantes (sí, ya sé que sólo es cuestión de tiempo hacerlas infecundas) de que no sólo estamos viendo la desnudez del rey (en nuestro caso, hasta un buen Rey podría verse eficazmente esterilizado por una constitución que tan vejada e impotente e ineficaz se está mostrando en otras lides), sino nuestra propia desnudez de telementecatos exhibicionistas, a la postre castrables por una angustiosa falta de opciones políticas nacionales respetables, fiables y constructivas –inclusive patrióticas, si no les da yuyu anafiláctico el término–. Sin ir más lejos, y en el entorno de este periódico, tenemos varias de estas evidencias. En primer lugar –este mismo domingo– uno más de esa magnífica serie de editoriales expertos y comprometidos, donde se pone en evidencia otro más de los vicios de un sistema autonómico pervertible y, consecuentemente, ya pervertido –entre otros muchos– en un capítulo tan sustancial como es la formación académica y la competencia profesional, únicos elementos legítimos de discriminación positiva en una democracia sana. Y es que tan poca confianza tenemos en nuestro propio sistema y tan poco respeto por sus reglas de juego que nos hacemos trampas en nuestra propia consola. También sin ir más lejos, y en el último suplemento dominical, donde suelen aflorar lecciones magistrales entre banalidades VIPS, Ian Gibson –uno de nuestros zoólogos anglosajones de cabecera, dedicados a la observación parcial pero valiosa de la especie ibérica– se lamenta de que en España seamos incapaces de rematar las faenas, inclusive las que logramos arrancar con mayor maestría y empuje, y de que seamos incapaces de consensuar y construir a nivel integral un sólido y duradero sistema educativo (quiero creer que el autor tiene en mente algún modelo inédito, no escorado ni instrumental, sólo destinado a formar, desde la infancia, ciudadanos libres y autónomos, capaces de elegir o configurar su propia ideología dentro de actualizadas coordenadas de civilización). Otro brillante jurista muy vinculado a nuestra Universidad, frecuentemente animando estas páginas con retranca y bisturí –Sosa Wagner–, se acaba de lanzar al ruedo con un par y un fundado y monumental artículo que desearíamos ver escrito en alemán y clavado cual tesis en la puerta de alguna de sus catedrales, que es de donde los teutones suelen mamar mayormente sus constructos más sólidos antes de llevarse por delante algo o a alguien.
Pero es que, a nivel de pueblo llano, resulta estimulante comprobar cómo en muchas de las colaboraciones aparecidas en estos huecos reservados a los lectores se percibe, como elemento común, un armazón vertebrador en el que se inscribe, explica y correlaciona mucho, si no todo lo que nos viene pasando en esta piel bovina desde que se torcieron las cosas y nos vimos abruptamente metidos en un profético, programado y pautado “tiempo nuevo”. Ese andamiaje es la mejor guía para una asignatura pendiente sobre Educación para la Ciudadanía. No sé si el último manual de españolidad cabal de Stanley Payne, inevitablemente eclipsado por la exitosa obra de Elvira Roca Barea sobre el síndrome de la hispanofobia, será del tipo de textos inspiradores que Gibson echa de menos en nuestras escuelas para relevar a los diversos bodrios que –afortunadamente– abortaron en la cuneta, aunque –lamentablemente– lo hicieran más por nuestra forma hemipendular de configurar la educación que por una reflexiva y crítica percepción social de sus muchas escoras por penosos lastres adoctrinadores. Me atrevo a sugerir a quienes no hayan leído –estudiado– aún estas magistrales y documentadas obras (la de nuestra compatriota –cuyo defecto, de haberlo, creo que sería cierta benevolencia para con los españoles y nuestros incompletamente diagnosticados “demonios familiares”– ya va por la decimosegunda edición) que lo hagan –con lápiz y papel a mano– como DFPA (disciplina de Formación Permanente para Adultos), y que su estudio se incorpore como optativa al PUMUO (programa formativo para mayores de nuestra Universidad). Tendrán la oportunidad de recordar cabalmente muchas cosas leídas, y hasta sabidas inconexamente en su particular noche de los tiempos, descubrirán coordinaciones y subordinaciones sorprendentes y no se sorprenderán por aparentemente inexplicables recidivas de viejas enfermedades propias y ajenas. E invito a los docentes librepensadores (a los no encuadrados por más disciplinas que las de su profesionalidad) a que negocien con estos autores licencia de inspiración y documentación para nuevos los textos escolares de formación cívica que habrán de venir, por necesarios, cuando los españoles sepamos darnos la clase política –a izquierda, centro y derecha– que creemos merecer, y que quizá merezcamos si nos ponemos a ello.
Sólo así nuestros hijos, o los hijos de sus hijos, conseguirán llegar a la tierra prometida que a los más mayores parece habernos sido negada por nuestros muchos pecados de acción y omisión.
Julio L. Bueno de las Heras
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