Gratitud al pueblo gijonés
Gijón no es sólo su playa, ni sus restos romanos, ni su paseo marítimo, ni la iglesia de San Pedro. Tampoco es esa colección de edificios modernistas y racionalistas que complacen la mirada. Gijón no es la “Semana Negra”, ni el Real Sporting, ni la vistosa calle Corrida. Para mí, una extranjera en la ciudad, Gijón es mucho más. Algo que trasciende a su imagen, a lo que ofrece o a lo que interesa a los turistas y a los veraneantes. Es algo que para los gijoneses pasa desapercibido, porque es algo inherente a su naturaleza, resultado de una actitud que se ha ido forjando tras décadas y décadas hasta hacer poso en las personas y formar parte de su idiosincrasia. Algo así como la madre del barril que engendra un buen vino. Gijón ha sido y es para mí su gente. Las personas que en su cotidianidad y con su modo de ser hacen que la ciudad sea la que es: amable, acogedora y solidaria.
Un pueblo forjado en sus principios. Un pueblo levantado en un tiempo, sometido en otro y que ha saboreado la libertad sabiendo en profundidad lo que significa. Un pueblo que sin saberlo domina el arte de ser comunidad, un patrimonio inmaterial que en otros muchos lugares se ha perdido y que en Gijón, sin embargo, prevalece sin alharacas y con la humildad que caracteriza a los ciudadanos de altura.
Mi relación con la ciudad comenzó en 1996 cuando una pareja, mis padres, decidió asentarse allí. Dos personas en el cenit de su vida que atracaron allí después de muchos años viviendo en distintos lugares de España. Fueron arrastrados a ese puerto por los dulces recuerdos de los veranos de la infancia de mi madre en la década de los treinta del siglo pasado.
Un matrimonio intenso de vida intensa, al estilo de la relación de Elizabeth Taylor y Richard Burton. Un amor reñido pero ensamblado por la comunión en el disfrute y el gusto por la vida; en definitiva, unas personas libres fuera de su tiempo y su contexto. Una historia que quedó truncada en 1998 cuando murió mi padre, pero que a pesar de aquello Elena Gago decidió seguir en esta ciudad. Una pintora libre y deslenguada, arrebatadoramente vital e independiente, que vivió sola y como quiso hasta perderse entre las luces y las sombras de su memoria.
Elena Gago, mi madre, estiró su independencia y su alegato libertario hasta donde pudo, pero no lo hizo sola, los ciudadanos de Gijón la arroparon en su progresiva desmemoria, en la dificultad que producen las sombras de la mente hasta que un día llevada a la protección abandonó Gijón.
Ella ya no vive allí, ni forma parte del ambiente de las calles de la ciudad, pero yo, su hija, quiero dar las gracias a un pueblo que comprende, arropa y apoya a las personas mayores, que en muy pocas ciudades pueden vivir según sus deseos con la libertad que Elena Gago lo ha hecho.
Quiero mostrar mi profunda gratitud a los serenos de Gijón, a los conductores de los autobuses municipales, a las dependientas de Supercor, a las camareras de la cafetería Korynto de la calle Corrida, a la peluquería Moisés, a la dueña del quiosco de prensa Alpe, a la farmacia de Francisco Carlos Checa, a los trabajadores de la oficina de Bankia de la avenida de la Constitución, a sus vecinos María y Pedro, a sus amigas Pepi y Julita, a Marian Fernández, por apoyarla y apoyarme en sus últimos momentos. A todos aquellos que han hecho posible que una persona mayor viva libre y cobijada hasta que las luces de la memoria se apagan.
Gracias a la ciudad de Gijón porque mi madre retornó allí a cumplir los sueños de su infancia.
Susana Méndez Gago
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