ANATOMÍA DE UN GOLPE DE ESTADO
En el siglo XVI el metal precioso extraído de las minas de América era transportado a España en galeones, embarcaciones dotadas de gran capacidad de carga, enorme potencia de fuego artillero, y una considerable tripulación; sin embargo, eran pesadas, lentas y poco maniobrables. Por el contrario, los barcos corsarios que se dedicaban a abordarlos en alta mar eran pequeños, con la carga y el armamento imprescindible, pero más ligeros y veloces. Estos pequeños navíos protagonizaron sonados actos de piratería, lo que empujó a la armada española a buscar nuevas formas de aseguramiento del transporte transatlántico, como los convoyes escoltados.
La eclosión del conflicto catalán ha desvelado una estrategia secesionista de propaganda internacional a través de artículos en prensa extranjera, actos en espacios públicos, conferencias, y un uso exhaustivo y muchas veces deshonesto de las redes sociales que recuerda en su diseño estratégico al de los asaltos marítimos a los galeones españoles. Frente al formidable poderío del Estado, dotado de su imponente armazón político, financiero y judicial, y pertrechado del arsenal de recursos típicamente estatales (desde el servicio diplomático hasta el mecanismo de coerción federal -artículo 155 de la Constitución-, pasando por su presencia en instituciones europeas e internacionales), el movimiento independentista catalán se ha mostrado, con muchos menos medios y una posición política a priori de inferioridad, más ágil y expeditivo, más imaginativo y más hábil en la gestión de la opinión pública exterior, y en la difusión y anclaje de su perspectiva del conflicto -el llamado "relato"-; es decir, ha utilizado con eficiencia un quick power que en varias ocasiones ha dejado al Estado español desnudo en el centro de la escena europea. Y cada vez es más consistente la idea de que ese ambiente promovido por el secesionismo fuera de nuestras fronteras no ha dejado de influir en el tratamiento que el Tribunal Superior Regional de Schleswig-Holstein está dando a la euro-orden de entrega de Carles Puigdemont.
Este flanco propagandístico es una de las facetas que definen el plan insurreccional en Cataluña como un "golpe de Estado posmoderno" (Daniel Gascón), caracterizado por aspirar a la consecución de los objetivos propios de una rebelión, es decir, la derogación, suspensión o modificación total o parcial de la Constitución, o la declaración de la independencia de una parte del territorio nacional (artículo 472 del Código Penal), pero sin una utilización abierta de la violencia pública que exige dicho tipo penal. En su lugar se avanza por un continuum líquido de medidas, decisiones y actuaciones, de forma que ninguna resulte por sí sola suficiente para la reacción del Estado pero que la suma acumulativa de ellas permita progresar hacia el objetivo final de la independencia. En este procés, además, se saca provecho desleal de las ventajas que ofrece nuestro sistema democrático (las instituciones de autogobierno, la actividad parlamentaria, los ámbitos de libertad que garantiza el Estado de Derecho y la Unión Europea), y se explota la capacidad difusora de los espacios de comunicación digital en los que se entremezclan la veracidad y la postverdad. Frente a esta estrategia "posmoderna" el poderoso Estado de Derecho encuentra dificultades para responder adecuada y proporcional con sus medios legales y operativos "modernos", semejando un Gulliver maniatado en el país de Lilliput
Una parte importante de la estrategia de propaganda se desarrolla en el campo simbólico y en el psicológico. El procés se ha acompañado desde el principio de un intenso revestimiento expresivo, con una recreación constante del léxico y del contenido semántico de las palabras, con la ocupación hegemónica -al menos hasta el 8 de octubre- del espacio público, y con acciones que explotan la vertiente lúdica y visual de la sociedad posmoderna, como las performances callejeras, o la constante reinvención de una iconografía "nivel usuario" que se integra fácilmente en la cotidianidad, confiriéndole ese aire pop y festivo que refuerza su eficacia propagandística.
Pero es posiblemente en el pantanoso terreno de la psicología colectiva donde más hiriente se está revelando el desenvolvimiento del plan secesionista: en la propia Cataluña, porque la violencia física ha sido sustituida por una violencia inmaterial en forma de injurias, acoso, mobbing social, supremacismo y desprecio hacia la mitad no nacionalista de Cataluña; y en el extranjero, porque el relato independentista ha penetrado freudianamente en los sótanos del imaginario subconsciente de gran parte de la Europa septentrional. Así, han atizado los rescoldos del resentimiento histórico anti-imperial de belgas y alemanes, han agitado en el mundo luterano los fantasmas de una España contrarreformista e inquisitorial, y posiblemente se hayan beneficiado casualmente de cierta sensibilidad en Schleswig-Holstein hacia las cuestiones de pertenencia nacional, dadas las querencias danesistas de parte de su población.
Sin embargo, quizás la muestra más insidiosa en el uso del expediente psicológico para desprestigiar al Estado de Derecho español es el recurrente paralelismo entre España y Turquía, y no solo por la comparación con el inquietante régimen del presidente Erdogan, que también. Si hay algo que remueve un temor que anida en los fondos de la conciencia histórica centroeuropea es la invocación del Turco, que representó durante los siglos XVI a XVIII la amenaza en lo militar (asedios de Viena), en lo religioso, y en lo cultural. Después, para el liberalismo revolucionario Turquía -junto a Rusia- fue identificada con la negación de los valores culturales, políticos y filosóficos de la civilización europea: frente a la los derechos del hombre y sus aspiraciones de libertad, Turquía aparecía como el imperio de la intransigencia y la opresión, condensándose en la expresión despotismo oriental todos los vectores de rechazo. Con la asociación entre Turquía y España se alienta la reacción inconsciente contra nuestro país, alimentando la imagen histórica de nación atrasada, autoritaria y extramuros del core europeo. La percepción social negativa en amplios segmentos de los países receptores hacia la población inmigrante turca es un sutil aditivo al trabajo psicológico dirigido a extender la desafección política de los europeos hacia España. La incomparecencia del Estado en el tablero del juego diplomático termina por rematar la faena.
Parece evidente que el Estado ha pecado de exceso de confianza -y posiblemente de soberbia- respecto a un adversario que sin duda ha infravalorado. El Estado debe asumir la gravedad del desafío planteado a nuestro régimen constitucional, valorar con detenimiento la estrategia del secesionismo así como las propias fortalezas y carencias, y tomar las medidas que permitan adaptar el galeón del Estado de Derecho a los nuevos y líquidos escenarios posmodernos en que ha de desenvolverse. Que dentro de no demasiado tiempo podamos pasar de la anatomía del golpe a la autopsia del mismo.
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