Hoy toca predicar
Al hilo de los tiempos, y sin mayor reflexión, predicadores y predicadoras desnudamos nuestro corazón con bondadosas y románticas emociones para que nos guíen, y guíen también la vida de aquellos “pobres de espíritu” que sólo saben llevarse la cuchara a la boca, si tienen con que llenarla.
Pues sí, la primera infancia es el momento de llenar el alma del niño de bellas emociones que desarrollen su sensibilidad y le preparen para una vida plena y feliz; sobre todo si las circunstancias familiar, social y económica son propicias. Ya le llegará la edad de la razón, del archivo de recuerdos, de la reflexión; y del buen juicio, si es que le llega. Si en la primera infancia toca ir aflorando el temperamento, la adolescencia va forjando el carácter, proceso que puede y debe continuar de por vida: crear buenos hábitos es una ayuda eficiente para modular un carácter equilibrado.
Todo ello está muy bien si no nos olvidamos del “yo”, es decir, de la genética que, salvo mutación o manipulación, es el núcleo del ser.
Las emociones son necesarias para motivar nuestra vida, y hasta para orientarla, pero no para regirla. Su desventaja está en aquellos casos en que el inconsciente emocional actúa con tal celeridad que sobrepasa al mejor y más veloz pensamiento y a la más aguda inteligencia a la hora de obrar o de hablar, lo que propicia el descarrío.
Cuando Ortega nos habla del “yo soy yo y mi circunstancia”, tesis con la que hay que comulgar por obvia, no entra en si dicha circunstancia, en su versión más fugaz y circunstancial, una vez pasado el incidente, puede devolver el yo a su ser, y permitir que el fenotipo descarriado recule y vuelva a su anterior estado de latencia, hasta un nuevo desbordamiento de la emoción; como aquél que llevó a “ese dantesco show de descontrol emocional que han montado las reinas de España”, como se lee en una reciente ilustrativa columna sobre educación emocional.
José María Izquierdo Ruiz
Oviedo
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