Olvidada burbuja
En los aproximadamente diez años que duró nuestra última burbuja inmobiliaria creo recordar que abundaba de todo: los euros se multiplicaban de mano en mano. Las botellas de vinos de autor y espumosos de copete rodaban por doquier. Las celebraciones de empresa imperaban a menudo. Los coches de media y alta gama salían a tropel al mercado, haciendo que la oferta fuese superada por la demanda. Las segundas viviendas estaban al alcance de la llamada clase media. Los fines de semana había que tirar de influencias para conseguir una mesa en los restaurantes punteros. Se firmaban préstamos con plazos de devolución de por vida para, con ellos, comprar en un lote la vivienda, los muebles y hasta el coche nuevo (aquel aspirante al crédito que le era denegado por el banco, protestaba enérgicamente al tiempo que se dirigía a otra entidad de la competencia hasta conseguirlo. Conozco docenas de casos). En fin... los miles de Rothschild rodaban por doquier y, la verdad, el que más y el que menos de los mortales se creía que a partir de aquello el mundo, y sobre todo la vieja Europa del euro, siempre seguiría creciendo. Todos viviríamos cada vez mejor -pensábamos- y la economía jamás podría ir a peor. Aquello dio lugar a un endeudamiento de las familias como nunca se había visto hasta entonces. Tanto dinero circulando hizo que el ahorro se debilitase, cayendo hasta el 5,8% a finales de 2007. Con la cara de la crisis a la vista, acabado el 2009, el ahorro se reforzó repuntando hasta el 14%. Sin duda el miedo hizo su presencia, provocando que los gastos se redujesen en beneficio del "...vamos a guardar algo, aunque lo quitemos del pan, por si acaso". Llegado el año 2010 el ahorro vuelve a caer, esta vez hasta el 10%, provocado, sin duda, por la suma de la merma en los ingresos de las familias más la no adaptación al miedo provocado por la crisis.
A lo largo de esos diez años de bonanza económica, la competencia bancaria creó y lanzó al mercado productos financieros golosos y apetecibles -para poder captar capitales y disponer de liquidez para cubrir la fuerte demanda del crédito hipotecario-. Esos productos, principalmente basados en emisiones de deuda, como las llamadas "preferentes", salieron a la calle con fuerza y promesas, desplazando a los productos tradicionales de ahorro que fueron perdiendo fuelle. Su éxito se debió, principalmente, a la rentabilidad elevada que prometían los emisores para venderlas. El riesgo no existía, decían. Y, de existir, unos lo ignoraban y otros se lo callaban dejándose querer. Directores de entidades bancarias, sociedades del seguro y los llamados "chiringuitos financieros", se lanzaron a la calle en busca del dinero.
La gran debacle económica, iniciada con la quiebra del Lemand Brother en EE UU, dio lugar al hundimiento de entidades financieras en nuestro país (Caja Castilla-La Mancha, CajaSur, Caja Mediterráno-CAM, Novacaixagalicia, Caixa Cataluya, Unnim y Bankia). Así como ayudas públicas para fusiones de otras muchas entidades bancarias. El BCE se ve obligado a acudir a su rescate entonces, necesitándose más de 30.000 millones de euros para poder detener el desastre (todos los datos plasmados nos lo dicen, la Wikipedia y varios economistas en diarios económicos de reconocido prestigio). Ese dinero quedó fagocitada, repartido entre la mayoría de las entidades que lo necesitaban para no ir a la quiebra. A hoy día, según algunos sinceros y atrevidos especialistas económicos, la práctica totalidad de esa cifra parece ser que no será devuelta. Visto lo visto, ¿quién se lo va pagar al BCE? Claro que podemos imaginarnos quién lo tendrá que hacer.
Lo cierto es que, actualmente, los depósitos tradicionales no dan rentabilidad alguna al sufrido ahorrador, debiendo este buscarla en los llamados planes de ahorro, acciones, preferentes o productos similares que ya están comercializándose otra vez con fuerza, prometiéndonos el oro y el moro a cambio de un riesgo "controlado" y por muchos ignorado.
Los controladores de la CEE obligan ahora a estudiar y pasar serios exámenes a los directivos y empleados de las entidades financieras y de seguros, exigiéndoles que aprueben los mismos si es que quieren colocar productos de riesgo a clientes potenciales. Con la venta de esos títulos llenos de conocimientos, los clientes no deberían ser "engañados" otra vez.
Todo lo expuesto debiera retrotraer nuestra mente a los tiempos de las locas preferentes y sus compañeras de viaje las hipotecas, para preguntarnos en conciencia: ¿si se repiten los nefastos resultados de aquellos escenarios, con la compra-venta de productos financieros, vamos a volver a decir a bombo y platillo que nos engañaron los bancos, cajas e intermediarios financieros, y que queremos recuperar nuestro dinero a toda costa?
¡Ay, mundo, mundo... cuándo aprenderemos!
Antonio Valle Suárez, Catropol
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