Violencia en la cancha
Hace unos días se jugó un partido de fútbol entre el Madrid y el Barça, aunque no se jugaban gran cosa, lo cierto es que en sobre el terreno pudieron a verse a varios de los mejores jugadores del mundo. Hubo cuatro goles, eso lo sé, aunque no vi el partido. Durante los días sucesivos y acudiendo a diferentes cadenas televisivas intenté ver esos goles de los que alguno, al parecer, era de gran factura. Sí pude ver, durante minutos y más minutos interminables, todos los aspectos polémicos; que si un agarrón, que si una patada, que si un desplante. Los posibles fueras de juego fueron triangulados con dispositivos de la NASA y quizás un teodolito atómico para concluir que por cinco centímetros el gol era o no legal. No faltaron las transcripciones de lo que los jugadores se dicen en los túneles de vestuario ni los retuits de antes, durante y después de todos los implicados incluidos el cuñado de la portera de uno de los delanteros y dos sargentos de caballería.
Este es alimento de los dioses. Lo digo porque esos mismos medios, o sea, todos, luego se rasgan las vestiduras y se arrojan ceniza por la cabeza cuando en un partido de párvulos los padres se lían a guantazos con el árbitro de diecisiete años, o entre ellos. Los medios señalan a los árbitros como una suerte de esencia culpable, día tras día, hora tras hora, sin compasión ni ahorro de medios. Luego no se le puede pedir a un anormal con insuficiencia manifiesta en sus conexiones neuronales que se comporte como un gentleman. No sé si se me va entendiendo.
El fútbol y otros deportes, como espectáculos, generan una firme cadena de emulación, los niños hacen el arquero como Perengano o se ponen la camiseta como Fulanovic, también escupen sin parar y esos padres de escaso intelecto acuden a ver un partido de prebenjamines, no como a un divertido pasatiempo dominical, sino como hoplitas de quienes dependiera la reserva espiritual de la aldea.
Pero señalar a los necios no va a resolver el problema. Esos bochornosos actos, que no son de ahora, son nada más que la manifestación de un mal latente que, a mi parecer, domingo a domingo, alientan sin sonrojo lo medios con toda la potencia de fuego a su alcance. O algo así.
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