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Acerca de los sindicatos

19 de Junio del 2018 - Jesús Rodríguez Sendarrubias (Langreo)

El pasado 13 de junio, en la Moncloa, Unai Sordo y Pepe Álvarez escenificaron ante el presidente Sánchez la renuncia a la derogación de la reforma laboral. Hace bastante tiempo que muchos trabajadores vemos en los grandes sindicatos una parte orgánica del sistema. Con un estilo de vida más próximo al de los capitalistas que dicen execrar que al de los proletarios que pretenden representar, una legión de liberados viven incrustados en las estructuras del Estado y los consejos de administración de grandes empresas. No resulta exagerado afirmar que durante las últimas décadas, por acción u omisión, estas élites extractivas han sido el más firme aliado de la oligarquía en la liquidación de nuestros derechos laborales; ¿cómo hemos llegado hasta aquí?

Nuestro actual modelo de sindicalismo está configurado por la lógica política de la Transición. El desarrollismo económico experimentado por nuestro país durante los años 50 y 60, tan indiscutible como tardío, propició el crecimiento y fortalecimiento de una clase obrera que veinte años después sería clave en el colapso del régimen preconstitucional. Los Pactos de la Moncloa, losa angular del sistema democrático, sentaron las bases para la normalización de una sociedad civil que exigía, como condición preferente, la legalización y financiación de partidos y sindicatos. A cambio éstos debían renunciar a la lucha de clases como eje ideológico. Florecía así una casta de corte funcionarial en relación simbiótica con el Estado. No han sido pocas las corruptelas que han llevado a numerosos dirigentes sindicales a compartir banquillo junto a destacados representantes de la burguesía. El archiconocido desfalco de los ERE, donde la justicia estima en 100 millones el fraude de UGT-Andalucía a las ayudas públicas destinadas para la formación de los desempleados, y el caso de las tarjetas black en Caja Madrid son dos claros ejemplos del saqueo de lo público perpetrado por la aristocracia obrera.

Tenemos los dirigentes que nos corresponden, ojo, no los que nos merecemos. Uno de los principales errores cometidos por la izquierda ha sido idealizar a la clase trabajadora, revistiéndola con un halo almibarado.

En la década de los ochenta, la reconversión industrial dio paso a un nuevo modelo productivo. Comenzaba a extinguirse aquella clase trabajadora fuerte y organizada en torno a sectores pesados, como la minería, la metalurgia y el naval, cuyos mejores cuadros sindicales habían sido forjados desde la clandestinidad. En su lugar nacía un nuevo sujeto cívico-sindical que respondía a las exigencias de un mercado en el que la división y la diversificación de los factores productivos requerían mano de obra más especializada y con una mayor formación intelectual.

Los sindicatos tradicionales han sido incapaces de canalizar y vertebrar la efervescencia social que destapó la crisis económica de 2007. Movimientos como las mareas ciudadanas, STOP Desahucios y la PAH han asumido reivindicaciones sindicales clásicas, como el derecho a la sanidad, la educación y una vivienda digna, llenado ese vacío desde una transversalidad que inspiraba nuevas fórmulas de organización alternativas y horizontales. Reducir su encaje institucional, implementar fórmulas de autofinanciamiento, democratizar su funcionamiento e higienizar sus estructuras son algunas de las tareas pendientes de unos sindicatos que, pese a estar sobresubvencionados, o tal vez debido a ello, han contribuido al desarme ideológico de la clase trabajadora.

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